Ni aunque resucite un muerto

Ni aunque resucite un muerto

La Palabra de Dios nos enfrenta, una vez más, ante la realidad de las riquezas y el uso que de ellas hacemos. Es un tema recurrente en San Lucas y debe ser porque le preocupa el mal uso que de los dineros hacen los miembros de su comunidad. El dinero tiene mucha fuerza para doblegar los corazones.

El profeta Amós arremete valerosamente  contra la hipocresía social que habían montado los hombres ilustres de Israel para combinar a Dios y al dinero. Amós describe certeramente la situación social de su tiempo donde la usura, el despilfarro, la suntuosidad, la vanagloria, la corrupción, los banquetes y las fiestas eran el modo de vivir de la “jet set” del tiempo. Y para más “inri” apelaban a Dios para justificar esa situación. Eran buenos y vivían bien a costa de los no tan buenos y pobres o jornaleros que vivían como esclavos.

Lo tremendo es, no solo que vivían a costa de los desheredados, sino que lo hacían confiando en “Sión” o en el “Monte de Samaría”; es decir metiendo a Dios en su favor o como protector.

Podemos decir que juntaban la idolatría y la blasfemia. Ni amaban a Dios sobre todas las cosas ni al prójimo como a ellos mismos. No cumplían ni la Ley ni los Profetas.

Tengo miedo de seguir la reflexión porque uno mismo queda cazado en ella. Pero la “Palabra” es la que es y hemos de abrir el corazón a lo que nos propone.

Digo esto, porque no es nada difícil transcribir letra por letra lo dicho por Amós en nuestros días aplicado a nuestra sociedad civil y religiosa. Seguimos palpando comportamientos idénticos.

Y es que el evangelio de Lucas no nos pone la cosa mejor. Nos cuenta una parábola que no es para nada un cuento de niños para explicar el cielo o el ultramundo. Es para explicitar de otra manera lo que para él son las bienaventuranzas y malaventuranzas o “ayes”. Hemos de leer   Lc. 6, 20-26 para entender bien la parábola del pobre Lázaro y del rico “comilón” (epulón). Lucas habla a los que tienen hambre porque serán saciados, a los que lloran porque reirán, a los que son perseguidos porque saltarán de gozo en la vida eterna. Y añade eso de “ay” de vosotros los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo. Los que estáis saciados tendréis hambre y los que ahora reís, llorareis.

Lucas anuncia un cambio radical de situación entre el presente y el futuro.  Es lo que marcadamente se refleja en la parábola que hoy hemos proclamado.

El hombre rico, no tiene nombre. Nosotros le hemos puesto el apellido de “epulón” o “comilón” por aquello de que banqueteaba todos los días. No tener nombre es dramático para un hebreo o para cualquiera. Es igual a no tener identidad propia; igual a ser un número insignificante, un cualquiera o menos todavía. Y esa es la valoración que el evangelio quiere resaltar. Las riquezas, el tener, el éxito, no es lo que hace valer al hombre. Y ese hombre rico vive centrado en sus cosas sin preocuparse ni del otro ni de Dios. Vive como si Dios no existiera y como si el otro no existiera. Encierra su vida en su “yo” y cuando se muere “lo entierran”. Se encuentra con la nada porque es lo que cultivo en su vida. Ha roto toda su relación vital con aquellos con los que caminan a su lado y se ha puesto al margen de Dios.

En la parábola, parece que después de muerto entra en razón y reconoce a Abraham, a Lázaro y a sus hermanos. Es demasiado tarde.

Para nosotros que lo oímos ahora no es demasiado tarde sino que estamos a tiempo de volver a retomar el camino que lleva a la vida.

En nuestra sociedad hay muchos “comilones”. Uno de los principios básicos de nuestra sociedad es “consumir”. Somos consumidores de todo. Nos animan a consumir. Nos dicen que consumiendo ayudamos al desarrollo “económico” de la sociedad y aumentamos nuestro “bien estar” social. Y en ello estamos. Entramos en un “usar y tirar” infinitos y convertimos nuestra civilización en un gran estercolero. Consumimos tanto que estamos consumiendo el mundo y nos consumimos nosotros mismos. Cuantas piltrafas humanas nos encontramos en la calle por uso de drogas o abusos sobre personas. Cuantas gentes de relumbrón y de otro género ocultan situaciones personales de ruina, depresión y fracaso personal.

Y seguimos adelante.

Lázaro es el símbolo de los marginados u olvidados de sus hermanos los hombres. Su nombre reclama o invita a pensar en Dios que es la ayuda fundamental en la vida. Puede reclamar una vuelta a Dios y desde esa vuelta, también y de forma indispensable una vuelta a los hermanos en cuanto que son hijos de Dios y amados de Dios como todos y cada uno de nosotros.

Podemos leer en el evangelio la invitación a volver a Dios, a su “ley y profetas”, para enrumbar de nuevo nuestra vida y nuestra sociedad por caminos que lleven a la vida y a la salvación.

Un muerto ha vuelto a la Vida. Jesucristo. Y él marca el camino que lleva a la vida. Él es el camino. Es necesario abrir nuestra mente y corazón a Dios, a los otros nuestros hermanos y al mundo o realidad creada como casa común y lugar para realizar en ciernes el Reino de Dios.

Dejemos de ser comilones y consumidores y pasemos a hacer el banquete de la fraternidad donde nadie quede excluido a no ser por iniciativa propia.

La Eucaristía es el sacramento de esta realidad anticipada sacramentalmente en este día de domingo o día del Señor.

Gonzalo Arnaiz Alvarez scj
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