Id y haced discípulos bautizándolos

homilia

Id y haced discípulos bautizándolos

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR – A

Durante 50 días (la Pentecostés) en la liturgia de la iglesia celebramos el misterio pascual. Misterio pascual que incluye la pasión y muerte del Señor, pero en este tiempo se remarca sobre todo y principalmente el acontecimiento de la resurrección-ascensión-exaltación de Jesús a la derecha del Padre y el Don del Espíritu Santo.

Por pedagogía catequética y también porque las lecturas de la biblia dan pie a ello, en el día 40 se celebra la Ascensión del Señor. Es un día de contemplación de este misterio pascual y hemos de disponernos a penetrar en el contenido salvífico de este acontecimiento.

La lectura de los Hechos (1,1-11) narra la Ascensión como un subir de Jesús al cielo. Es el escenario más conocido y que subyace en todos nosotros como el evento de la Ascensión. Los discípulos siguen pensando en la restauración del Reino de Israel. Parece increíble. Es el momento de la despedida o de la marcha del Señor y aquellos sus discípulos siguen pensando en Reinos y Taifas. Que entendederas más romas. Puede ser de “bobos” pero es un consuelo. Nos parecemos tanto. También a nosotros nos cuesta entrar en el meollo del mensaje evangélico y llevarlo a la práctica. Por eso hemos de seguir escuchando, abrir el oído y dejar que penetre en nuestro corazón la Palabra.

Es cierto que Jesús ha hablado mucho del Reino de Dios y lo ha anunciado como algo presente, en medio de nosotros. Pero ese “reino” es totalmente diferente a los de este mundo. Por eso les promete el Espíritu Santo que les hará penetrar los misterios de Dios y sus planes de salvación sobre nosotros.

Jesús “sube al cielo”. ¿Se marcha? ¿Se separa? O ¿Llega al término o culmen de su vida; a su plenitud? No se puede negar que estamos ante una separación o ausencia de Jesús, que pone final a su presencia histórica en medio de nosotros.  Pero se trata de algo necesario para llevar a término la obra redentora de Jesús.

Jesús “bajó” del cielo para encarnarse en el seno de María. Dejó de “ser Dios” para hacerse uno como nosotros, que murió de una muerte de cruz y que descendió hasta los infiernos. En esta desescalada nos mostró hasta donde llega el amor del Padre por nosotros y su amor de Hijo de Dios y hermano nuestro por nosotros. Con la resurrección y ascensión recupera aquello que “dejó” para volver al cielo pero de forma muy distinta. Ya para siempre cargado con el mochuelo de “ser humano”; con una corporeidad como la nuestra y para siempre. No vuelve solo. Vuelve con toda la humanidad incorporada a Él o con la posibilidad de incorporarse a Él. Por su parte no hay oposición alguna.

Y esto es una de las cosas que celebramos hoy. El triunfo definitivo de Jesús, su exaltación a la derecha de Dios y el recuperar un Nombre sobre todo nombre.

San Pablo, en Efesios 1, 17-23, pide para nosotros el Espíritu para que comprendamos cuál es la esperanza a la que somos llamados; cual es la herencia que nos espera y cuál es el poder que Dios despliega en favor nuestro. Dios despliega todo su poder en Cristo y por eso nuestra esperanza es Cristo. No es una entelequia. Es Jesús de Nazaret. Este Jesús que durante su vida se esforzó en mostrarnos al Dios del Reino. Un Dios cercano, que se abaja y escucha la voz de su pueblo que clama justicia; un Dios que es Padre (Abba) misericordioso, Buen Pastor; un Dios paciente, que sabe esperar; Un Dios que va por delante y que se nos regala con sus dones; Un Dios que habita a nuestro lado, que habita dentro de nosotros; un Dios que nos invita a una aventura inigualable, una aventura de libertad porque él nos hace libres desde el amor; un Dios que se hace compañero y pan en nuestro caminar; un Dios que se revela a los pobres y a los humildes; un Dios que no desdeña a la prostituta ni al leproso ni a la viuda; un Dios que entrega su vida para que tengamos vida y abundante. Ese es el Dios de Jesús y es el Dios que Jesús nos deja transparentar en su persona y su revelación. Ese es el Dios de nuestra esperanza y el contenido de nuestra esperanza.

Este Dios ha puesto todo bajo los pies de Jesús. De un Jesús que no deja de arrastrarse para lavarnos los pies a nosotros. Esa es su regalía o su forma de ejercer su dominio. No tiene otra forma. Y todo lo que ha recibido de Dios se lo entrega a la Iglesia o comunidad de creyentes de la que Jesús es cabeza o Plenitud. En la Ascensión Jesús llega a la Plenitud de su persona y de su plenitud todos recibimos. Él no se queda nada para él. Nos lo regala todo en su persona. Es el Dios con nosotros siempre. Este es el gran motivo de alegrarnos en el día de la Ascensión.

Pero hay otra derivada de este día. Digamos que Jesús no se va, sino que se queda con nosotros de otra forma, pero para dejarnos a nosotros ser los que llevemos adelante la tarea de la evangelización. En el evangelio de Mateo se habla de despedida de Jesús y exaltación y no de subida al cielo. A él se le ha entregado todo el poder en el cielo y la tierra y desde ese poder él nos envía a todos nosotros a hacer discípulos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y la gran promesa: Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo. No me voy; estoy con vosotros, todos los días.

Jesús nos hace lugartenientes de él en la tierra. Nos deja su misma misión y con sus mismas fuerzas, ahora multiplicadas en todos y cada uno de sus discípulos. Nos encarga la gran misión de anunciar el Reino de Dios; su cumplimiento o plenitud en Cristo muerto y resucitado; sabiendo que él nos acompaña siempre. Nuestra misión es dar razón de nuestra esperanza con nuestra vida, con nuestras palabras y con nuestras obras. Es el tiempo de la Iglesia que se inaugura hoy y en Pentecostés. Tiempo de la Iglesia que lo será si siempre nos mantenemos en comunidad convocada por la Palabra de Dios. Somos los convocados por Cristo para anunciar la gran noticia del Reinado de Dios en medio de su pueblo, que somos todos nosotros.

Con Jesús, el camino ha llegado a su término; con Jesús la Puerta del cielo se ha abierto definitivamente y permanece así abierta para siempre. Está destrancada y el cielo y la tierra forman un tándem inseparable. El cielo envuelve la tierra y en la tierra respiramos cielo porque se nos ha dado el Espíritu Santo.

Esto último será lo que celebremos puntualmente en el próximo domingo culmen y final de la PENTECOSTÉS.

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Gonzalo Arnaiz Alvarez scj
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1 Comentario
  • Francisco Gaona Lería
    Publicado el 12:00h, 21 mayo Responder

    La lógica humana nos quiere hacer ver que Jesús se fue. Y en esa ida deja de estar con nosotros. Desde ese momento empieza ha zozobrar la lógica humana y empieza otro nivel de concienciación. Cristo humano ya no está, Ahora empieza el otro Cristo, mejor otra dimensión de Cristo Resucitado. Hablamos de Cristo de carne hueso durante sus treinta y tres años presente ante los demás hombres. Después viene el Cristo humano resucitado con otra corporeidad y por último ese Cristo deja de ser visible humanamente y pasa al nivel del Cristo en la Fe. La Fe de su Palabra: “Yo estaré con vosotros hasta el fin de los siglos”. Si al Cristo de carne y hueso les fue difícil reconocerlo a sus contemporáneos, si el Cristo Resucitado tuvo que decirle a Tomás toca mis llagas. ¿ cuanto esfuerzo necesita el hombre de hoy para reconocer al Cristo de la Fe ? “Dichosos los que sin ver creyeron”. Sólo el Espíritu Santo es la clave, solo Él es la luz, sólo Él es el que nos abre los ojos de Bartimeo, sólo Él nos mantiene y nos lleva de su mano. Por ello tenemos la suerte de creer a toro pasado.
    Corrígeme Gonzalo si hay algo herético. Un abrazo Paco Gaona

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