08 Oct Muchos son los llamados
28º DOMINGO ORDINARIO – A
La primera lectura de hoy (Isaías 25, 6-1º) es un magnífico pórtico para adentrarnos en las enseñanzas del Evangelio. Podemos hablar de un “pórtico de la Gloria” porque nos abre el camino hacia la Gloria, hacia el Cielo. Isaías, algo desencantado ante las mediaciones humanas a la hora de construir el reino de Israel, se atreve a mirar adelante y hacia el futuro y piensa en un nuevo templo sobre una nueva ciudad donde Dios habita en ella como anfitrión. ¡Y qué buen anfitrión! Describe la realidad soñada y esperada como un gran banquete preparado por Dios al que están invitados todos los pueblos.
Quien invita es Dios. Sigue teniendo la iniciativa. Y la invitación es a una gran fiesta, a un gran banquete. El banquete es el compendio de los bienes y valores esperados y celebrados por el pueblo o la gente. Abundancia de comida y de bebida de buena calidad; danza y música; encuentro fraterno entre amigos; celebrar la vida y la esperanza. El banquete, la convivialidad, el sentarse a la mesa, la abundancia de manjares… sigue siendo hoy símbolo de fiesta y de realización personal y comunitaria. Pues bien, Dios nos invita a un banquete (y no a un suplicio, o a llevar una carga, o a algún lugar oscuro y aburrido), y nos invita de todo corazón y gratis. La invitación sale de su querer compartir lo que él es y tiene. Y se abre a todos los pueblos. La promesa, el pacto, la alianza, la elección, la bendición que caía sobre Israel, ahora se abre a todos los pueblos sin condición previa.
Ese día del banquete caerán las fronteras, los velos, los oprobios entre los pueblos e incluso la muerte será vencida. Se nos invita a romper fronteras y cadenas y se nos invita a una vida perdurable, a la Vida de Dios. Dios abre las puertas de su casa, de su corazón, para que penetremos en ella, penetremos en Él y participemos gratuitamente de lo que Él es y tiene. Ciertamente es una gran noticia y una buena respuesta es reconocer con el salmo 22: “El Señor es mi pastor, NADA ME FALTA”.
El Evangelio (Mateo 22, 1-14) cambia de registro y de música. De fondo está todo lo afirmado hasta ahora. Jesús está convencido de la verdad proclamada por Isaías. Pero sigue constatando muchos años después de lo dicho por el profeta que los hombres, el pueblo de Israel sigue haciendo oídos sordos a la invitación y carga las tintas para que el llamado a conversión pueda ser oído y escuchado.
En la parábola de Jesús, está clara la Invitación de Dios (Padre) a una boda; a la boda de su hijo. Invitación al banquete por antonomasia entre las fiestas de la gente y de los pueblos. La invitación está claro que nace de la iniciativa de Dios y que va dirigida, en esta ocasión, al pueblo de Israel. No es atendida esta invitación y ésta se extiende a todos los caminantes y caminos del ancho mundo que salen o vienen a Jerusalén. Y la invitación no tiene protocolo. Malos y buenos. Todos invitados.
Jesús está diciendo que la oferta de Salvación por parte de Dios no hay quien la pare. Que Él va a seguir siendo fiel y que machaconamente la irá ofertando en todo tiempo y lugar. El amor de Dios no tiene fronteras, y realmente Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. El banquete se llena de comensales.
Pero… ¡siempre hay un pero!. ¿Será que nunca podamos tener la fiesta en paz? Es que la fiesta, el banquete, los dones de Dios son gratuitos pero no superfluos o banales. Tenemos que aceptarlos como son o los estropeamos. Igual que Israel (o los dirigentes del pueblo) no supieron escuchar o aceptar las múltiples invitaciones dirigidas a ellos por los profetas a lo largo de la historia y estaban a punto de no aceptar la invitación desde el propio Hijo (el novio de la boda), también los invitados de todos los tiempos, entre los que estamos nosotros, podemos hacer ascos a la invitación, diciendo que tenemos otras cosas más importantes en qué ocuparnos y no perder el tiempo en fiestas o en quimeras.
El final de la parábola desde siempre me da escalofríos, porque uno se pregunta y qué puede hacer ese pobre hombre que no va con el traje de bodas si ha acudido al banquete desde el camino. Ciertamente el traje de bodas no puede ser otra cosa que la actitud personal. El Rey llama “amigo” a aquel que ha entrado sin traje de bodas. Hubo otro al que Jesús llamó “amigo” y tampoco cambió. El amigo del Rey se queda mudo. Se cierra sobre sí mismo. No se deja invadir. No sale, no comunica. Ya está fuera de la fiesta, de la comunión, de la gratuidad. Se queda él solito; aislado. Eso mismo ya es el llanto y rechinar de dientes. Incomunicación absoluta. No aceptar la gratuidad y la comunión; no aceptar la fiesta. Ese tal es arrojado fuera o él mismo se pone fuera. A Judas nadie le echa. Él solo se va y se pone al margen y se suicida. Esa es la alternativa a no dejarse invadir por Dios. Eso es lo contrario a la Salvación. La no Salvación del hombre es una posibilidad real. Nuestra vida tiene “peso”, tiene valor. El valor se lo da Dios mismo en cuanto nos contagia y se nos da. Si cerramos esa posibilidad nuestra vida pierde peso y consistencia. Será sal que deja de salar y no sirve para nada.
Pablo, en Filipenses 4, 12-20, nos hace ver cómo apuntarse al valor único que es Dios. Pablo habla como un estoico (lo mismo le da pobreza que riqueza) pero no es un estoico. Pablo es capaz de vivir en abundancia o en necesidad porque la vida ya le viene dada desde Dios. Todo lo puede en aquel que le conforta. Pablo ha abierto todo su ser a la acción de Dios. La Gracia de Dios le ha invadido y le arrastra y lleva hacia adelante. Todo lo puede, no desde sus fuerzas, sino desde Aquel que habita en él. Es Cristo quien vive en él. O es el Espíritu del resucitado el que mora en él y le lleva por cañadas claras u oscuras, pero nada teme porque el Señor es su Pastor.
Es hora de nuestra decisión. No tengamos miedo a fiarnos de Dios. Trabajemos para desbrozar todo lo que hay de antifraternidad entre nosotros. El papa Francisco en su recentísima encíclica la abre con el grito de San Francisco: ¡Todos hermanos!. Eso. Reconozcamos que lo somos; gocemos con ello; agradezcámoslo y trabajemos por esa fraternidad a la que nos convoca nuestro Padre común por su Hijo Jesucristo, el “Enviado” como “Enmanuel”.
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