Domingo de la Sagrada Familia

homilia

Domingo de la Sagrada Familia

NAVIDAD 1º DOMINGO

Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Este es el misterio de la Encarnación que estamos celebrando estos días de Navidad. La encarnación del Hijo de Dios supone hacerse uno de nosotros y para ello es necesario que nazca de mujer. Pero todos sabemos que no basta con nacer. El hombre se va fraguando desde el día de su concepción en el útero materno hasta muchos años después de su nacimiento. El “Enmanuel” nace en una familia de Nazaret y será dentro de la familia donde crecerá hasta llegar a ser adulto. Los 12 años, para un varón judío, era un paso importante en su vida de adultez, aunque no se independizara de la familia hasta el casamiento o quizás más allá de ese acontecimiento.

Hoy el evangelio nos cuenta el acontecimiento de la Presentación de Jesús en el Templo. El hecho de ser Hijo de Dios no le priva de estar sometido a las leyes habituales de su pueblo. Jesús es primogénito y debe ser consagrado al Señor. El clima de obediencia a la Voluntad de Dios o a su Ley priva desde el principio en la familia de Jesús. Desde el principio Jesús  mama en su familia además de la leche materna, el valor de la referencia a Dios en toda la vida de esa familia.

Simeón sorprende a José y a María con las palabras que pronuncia sobre aquel niño. Lleno de una inmensa alegría presenta al Niño como el esperado de los pueblos y la luz de las gentes. Jesús es el SALVADOR. Para María tiene una bendición muy particular anunciando que el camino de Jesús no iba a ser precisamente de rosas y que a ella el corazón se le iba a despedazar más de una vez.

Cuando cumplen todo lo que prescribía la Ley, se vuelven a Nazaret. Y aquí el evangelista termina su narración diciendo: “El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría. Y la Gracia de Dios lo acompañaba”.

El niño crece en el ambiente familiar de Nazaret y en la casa doméstica de José y de María. Jesús no nace aprendido. Es un niño normal como todos. Crece en sabiduría, en estatura y en Gracia. Ahí entra de lleno la labor de la familia. La función del padre y de la madre son irremplazables. Es primordial que primero funcionen como pareja-matrimonio donde prevalece el amor como don mutuo. Ese es el amor primordial del que mana la entrega a los hijos de todo lo que ellos son y también por amor gratuito. Les podrán dar y transmitir lo que son. Y no puede haber falsedad porque será detectada indefectiblemente por el hijo. Si el amor de pareja está desestructurado no será fácil educar a los hijos en cualquier escala de valores.

Para nosotros los cristianos, la familia es, claro está, familia cristiana. El centro de nuestra vida es Cristo. El matrimonio cristiano se centra en Cristo. Solo en Él puede vivirse la dimensión cristiana del amor matrimonial. Y esa centralidad debe ser vivida y trasmitida a los hijos.

En este momento viene bien recordar lo dicho por el Papa en la apertura del Sínodo sobre la Familia:

“  «Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» (Mc 10,9). Es una exhortación a los creyentes a superar toda forma de individualismo y de legalismo, que esconde un mezquino egoísmo y el miedo de aceptar el significado auténtico de la pareja y de la sexualidad humana en el plan de Dios.

De hecho, sólo a la luz de la locura de la gratuidad del amor pascual de Jesús será comprensible la locura de la gratuidad de un amor conyugal único y hasta la muerte.

Para Dios, el matrimonio no es una utopía de adolescente, sino un sueño sin el cual su creatura estará destinada a la soledad. En efecto el miedo de unirse a este proyecto paraliza el corazón humano.

Paradójicamente también el hombre de hoy –que con frecuencia ridiculiza este plan–permanece atraído y fascinado por todo amor autentico, por todo amor sólido, por todo amor fecundo, por todo amor fiel y perpetuo. Lo vemos ir tras los amores temporales, pero sueña el amor autentico; corre tras los placeres de la carne, pero desea la entrega total.

En este contexto social y matrimonial bastante difícil, la Iglesia está llamada a vivir su misión en la fidelidad, en la verdad y en la caridad.

Vive su misión en la fidelidad a su Maestro como voz que grita en el desierto, para defender el amor fiel y animar a las numerosas familias que viven su matrimonio como un espacio en el cual se manifiestan el amor divino; para defender la sacralidad de la vida, de toda vida; para defender la unidad y la indisolubilidad del vínculo conyugal como signo de la gracia de Dios y de la capacidad del hombre de amar en serio.

Vivir su misión en la verdad que no cambia según las modas pasajeras o las opiniones dominantes. La verdad que protege al hombre y a la humanidad de las tentaciones de autoreferencialidad y de transformar el amor fecundo en egoísmo estéril, la unión fiel en vínculo temporal.

Vivir su misión en la caridad que no señala con el dedo para juzgar a los demás, sino que -fiel a su naturaleza como madre – se siente en el deber de buscar y curar a las parejas heridas con el aceite de la acogida y de la misericordia; de ser «hospital de campo», con las puertas abiertas para acoger a quien llama pidiendo ayuda y apoyo; de salir del propio recinto hacia los demás con amor verdadero, para caminar con la humanidad herida, para incluirla y conducirla a la fuente de la salvación.”

Gonzalo Arnaiz Alvarez scj
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