Dios nos ama sin medida

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Dios nos ama sin medida

CUARTO DOMINGO CUARESMA -B

La primera lectura (2º Crónicas 36, 14 – 23) empieza con la descripción de la historia del pueblo de Israel después de la Alianza del Sinaí. Una historia de infidelidades por parte del pueblo que traen desolación, desgracias, destrucción y hasta aniquilación del mismo pueblo. Termina cautivo en Babilonia donde experimenta el “ser-no-pueblo”. Se habla de la “ira” de Yahveh, y quizás no pudieran hablar de otra forma, pero más que “ira” del otro, la situación es consecuencia de los propios actos del pueblo.  ¡Quién siembra vientos, recoge tempestades! Eso es lo que le sucede a Israel y a todos aquellos que intentan recorrer caminos distintos a los de la santidad, la justicia, el amor fraterno y  la fidelidad. Tantas veces a lo largo de la historia hemos constatado estas mismas realidades y hoy en día no estamos lejos de sentir en nuestra propia piel la “caída del imperio económico” montado en la insolidaridad y en el usufructo de aquello que es común a todos los hombres por unos pocos privilegiados que se han (o hemos) apoderado de ello sin escrúpulo ni temor de Dios.

Pero la lectura acaba con un anuncio luminoso venido de una persona ajena a la raza de Israel. Viene del “mesías” Ciro, rey de Persia y de todos los reinos de la tierra. Ciro deja marchar (nuevo éxodo) a Israel hacia su tierra para que vaya a reconstruir el templo de Dios y se reconstruya como pueblo de su Dios. Estamos realmente ante una nueva “pascua” de Dios, que significa verdaderamente una recomposición, una resurrección y vida nueva para Israel. Sin duda la mano de Dios siempre anda deshaciendo entuertos y reconduciéndonos por caminos que aunque atraviesen cañadas oscuras, nada hemos de temer, porque nos llevan a la “pascua”; nos llevan ciertamente a la cruz, pero cruz gloriosa. Nos llevan a la resurrección y a la Vida. En el camino de la vida, si nos fiamos de Dios y nos dejamos llevar por Él podremos ciertamente vivir ya ahora la presencia del “Reino de Dios”. Y esto traerá sin duda sus efectos sociales. Aquello que nos es dado para todos, podremos disfrutarlo todos desde la fraternidad y la misericordia.

Y es de la Misericordia de lo que nos habla la segunda lectura (Ef, 2, 4-10). Una lectura que está puesta para catapultarnos a la celebración pascual. Pablo contempla la restauración del hombre acaecida por la resurrección de Jesús. Y “condensa” en dos palabras todo su evangelio de la “gracia”: Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo –por pura gracia estáis salvados-.

Es una restauración mayor que la de Ciro. Es todo el hombre el que se ha rehecho y desde dentro. Un hombre que podrá hacer obras de misericordia y obras de vida y por lo tanto hacer que el “Reino” acontezca. Pero sobre todo la carta marca la GRATUIDAD del Amor de Dios y de la Acción de Dios. Él tiene la iniciativa absoluta y se mueve no por méritos nuestros, sino por el Amor que nos tiene.

El evangelio (Juan 3, 14 – 21) presenta la CRUZ clavada (izada, elevada) en medio de la historia de la humanidad como el gran SIGNO del Amor misericordioso de Dios, como el ESTANDARTE que rompe la roca y se convierte ella misma en fuente de Vida (agua viva) y de salvación. Preparando nuestra renovación bautismal en la pascua es necesario preguntarnos sobre nuestra fe. ¿De quién me fío? ¿Dónde está mi tesoro?

Nicodemo anda buscando. El encuentro con Jesús le ha hecho tambalear en sus seguridades desde la práctica o el cumplimiento de la ley. Y pregunta a Jesús. Y la respuesta de Jesús va derecha al núcleo de nuestra fe. El Hijo del hombre será alzado cual nuevo estandarte para que el que lo mire tenga vida eterna. Y es que en la cruz se esconde, a la vez que se manifiesta, el gran misterio escondido en Dios y manifestado en Cristo Jesús: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen el él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”. Este texto será la piedra angular sobre la que se construye el resto del evangelio de Juan o la llave maestra para descifrar el mensaje de la buena noticia que es Jesucristo.

El Dios en quien creemos (el que se manifiesta en Cristo Jesús) es un Dios AMOR MISERICORDIOSO.  Amor entrañable, sin límite, antecedente o fontal, gratuito, desinteresado, apasionado. Amor difusivo y contagioso. Quiere para dar Vida, para comunicar lo más valioso de sí mismo. Y esto lo hace dejando un hueco al ser. Para que seamos posibles, como que Él tiene que adelgazar un poco. Y lo hace ¡oh sorpresa! abajándose entregando a su Hijo Único. (Abraham se queda chiquito). Y todo esto para que nosotros –que no  nos lo merecemos por ningún título, y que para más inri somos pecadores- tengamos vida y abundante: la Vida eterna, la Vida de Dios.

Podríamos decir: GRACIAS y AMEN. Esto es la fe. Gracias y amén. Acoger de buen grado este mar de amor y vida que nos llega desde Dios – Padre; dejarnos inundar y llevar por él que nos envuelve y arrastra en, desde y por el Espíritu que nos Cristifica y hace hijos en el Hijo único.

Para sorpresa mía, fui a buscar 1 Juan 3, 16 y me encuentro: “En esto hemos conocido lo que es amor: en que Él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos”. La fe en Jesús, el descubrir el amor de Dios en él manifestado, no nos lleva al ensimismamiento inoperante de una relación solipsista o narcisista de por sí infecunda y castrante, sino que la fe en Jesús nos lleva a vivir como Él vivió, es decir que también nosotros “hemos de dar la vida por los hermanos”.

Y aquí puede estar la clave para salir al encuentro y luchar en contra de “las tinieblas” o “del maligno” con lo que nos vamos topando y tal vez colaborando en nuestro mundo de hoy. Contra la insolidaridad, mercantilismo, consumismo, rentismo, plusvalías y demás gaitas por las que el mundo de hoy se desvive y que acarrea paro, hambre, guerras, muerte…   puede que no quepa  otra alternativa que la de “dar la vida por los hermanos”.

 

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Gonzalo Arnaiz Alvarez scj
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