
29 Oct Homilía en la Solemnidad de todos los Santos
Celebramos hoy la gran fiesta de la santidad en la Iglesia: la comunidad creyente que goza ya de la contemplación del rostro de Dios y los que peregrinamos en este mundo con la esperanza de gozar algún día de su presencia.
En esta conjunción de creyentes se pone de manifiesto la unidad del Pueblo santo de Dios que, por voluntad de nuestro Señor, nos ha querido santificar “no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente” (LG 9). Por eso, hoy la liturgia insiste en que somos partícipes de un pueblo peregrino que busca constantemente el rostro del Señor (salmo 23) y que quienes han mantenido la tensión en esta búsqueda y la han alcanzado se unen al coro celeste que alba sin cesar.
A todos se nos propone una senda para alcanzar este propósito: las bienaventuranzas. Porque la santidad comienza aquí y ahora, con nuestras opciones concretas y nuestro modo de vivir. La enseñanza de Jesús en el Evangelio que hoy se nos anuncia está dirigida a sus discípulos, es decir, a todos aquellos que están dispuestos a seguirle.
Pero esta enseñanza no es un plano teórico, una elucubración sin puesta en práctica. Jesús es nuestro gran modelo de peregrino de las bienaventuranzas: es el pobre, el no violento, el que llora por su amigo y por la falta de fe de su pueblo, el que tiene hambre y sed de la justicia de Dios…Con su vida nos da y nos manifiesta la misericordia del Padre.
De este modo, celebramos la santidad de Dios que se hace presente en todos los hombres y mujeres de buena voluntad que han querido abrazar su proyecto de vida a lo largo de los siglos. Una santidad anónima, no reconocida magisterialmente por la Iglesia, pero que sigue siendo estímulo para que podamos ser, algún día, bienaventurados, como ellos. Es la santidad de la puerta de al lado: de los padres y madres de familia que derrochan amor por sus hijos; la de quienes trabajan honradamente por ganar su pan; la de quienes dedican su vida al cuidado de los demás; la de quienes, con su forma de ser, se convierten en reflejos de la bondad, la ternura, la paciencia y la misericordia de Dios.
Santidad futura y santidad presente. Podemos decir, con el apóstol Juan, que ahora somos hijos de Dios, pero nos queda camino por delante hasta que lleguemos a conocer la manifestación plena de lo que seremos. La santidad es un don que brota del amor de Dios y una tarea que nos llama a profundizar en esta dinámica del amor, para ser semejantes a Él.
Dediquemos unos instantes de silencio a recordar a todas esas personas que, por su mera presencia, han sido una caricia de Dios para con nosotros. Agradezcamos al Señor por el don de su vida, confiémonos a su oración intercesora ante Dios y pidamos la gracia de poder recorrer nuestra vida por los senderos de las bienaventuranzas para que, un día, podamos morar todos juntos en la Jerusalén celeste, y alabar su nombre con nuestros seres queridos, con los santos anónimos pero que han cargado de sentido nuestra experiencia de fe.
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