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Orar con la palabra 16 marzo

Orar con la palabra 16 marzo

Evangelio del día

Lectura del santo Evangelio según San Lucas 9, 28b-36

 

En aquel tiempo, tomó Jesús a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto del monte para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor.

De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su éxodo, que él iba a consumar en Jerusalén.

Pedro y sus compañeros se caían de sueño, pero se espabilaron y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él.

Mientras estos se alejaban de él, dijo Pedro a Jesús:
«Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».

No sabía lo que decía.

Todavía estaba diciendo esto, cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se llenaron de temor al entrar en la nube.

Y una voz desde la nube decía:
«Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo».

Después de oírse la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por aquellos días, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.

Comentario

La primera lectura de este domingo nos presenta la alianza que Dios establece con Abrán, el padre de los creyentes. El relato comienza con una petición y una promesa por parte de Dios un tanto extrañas: «Mira al cielo y cuenta las estrellas, si puedes contarlas. Así será tu descendencia».

Para aquel hombre de edad avanzada, que había visto y vivido tantas cosas, aquellas palabras debieron de ser desconcertantes. ¿Cómo podría tener una descendencia numerosa, si él y su esposa eran ya ancianos? ¿Qué clase de Dios es este, que como señal solo le ofrece las estrellas, que están ahí, tan lejanas, inalcanzables?

«Mira al cielo, Abrán, mira al cielo». Dios le invita a confiar, porque donde todo parece imposible, Él se cuela por medio y surge la novedad, la bendición, la vida. Es como ese fuego que arde y todo lo llena cuando cae el sol y parece que solo queda la oscuridad. La clave está en aprender a mirar, en descubrir esos destellos que están ahí, sobre nuestras cabezas, pero que a menudo pasan desapercibidos; signos de la presencia generosa de Dios en nuestras vidas.

Vivimos atrapados entre prisas y ruido, buscando flashes que nos hagan sentir importantes, mirando el mundo a través del resplandor de una pequeña pantalla. Y así, deslumbrados, resulta imposible ver las estrellas, como sucede en nuestras ciudades, saturadas de luces artificiales. No vemos las estrellas, como si no estuvieran. Lo mismo nos sucede con Dios: «¿Dónde está?» «¿Por qué no me escucha?» «¿Por qué no me hace caso?» «¿Dónde se ha escondido?» Nuestros ojos se han vuelto incapaces de descubrirlo en tantas pequeñas cosas: en un instante de silencio, en una mano amiga, en una oportunidad, en una promesa, en su Palabra… Por eso, la Cuaresma es una invitación a salir «afuera», como hizo Abrán; a ir más allá de la rutina diaria y levantar la mirada; a dejar de lado de las luces artificiales para volver a descubrir las estrellas y, en ellas, escuchar nuevamente la voz de Dios que nos dice: «Mira al cielo, mira las estrellas y descubrirás que yo estoy contigo».

A los discípulos de Jesús les pasaba un poco lo mismo. Después de casi tres años a su lado, aún les costaba entender quién era realmente aquel hombre que les fascinaba y, al mismo tiempo, les desconcertaba. La situación se hizo aún más difícil cuando Jesús comenzó a hablarles de su muerte y resurrección. No lo comprendían. Tampoco nosotros. Así que Jesús, como nos cuenta el Evangelio de este segundo domingo de Cuaresma, se lleva consigo a algunos de sus discípulos más cercanos y, ante ellos, se transfigura. Se presenta como aquellas estrellas sobre el cielo, pues «el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor». Eso era lo que les estaba diciendo: que aunque caminaba hacia la cruz, quienes saben mirar más allá del aparente fracaso pueden descubrir al Hijo de Dios, el Elegido. Por eso le acompañan Moisés y Elías, los grandes representantes de la tradición de Israel, para recordar que Dios siempre cumple sus promesas y que, en su Hijo, ha pronunciado su palabra definitiva de amor y cercanía. Él es a quien necesitamos escuchar. Él ha venido a abrirnos los ojos, a darnos vida y a mostrarnos un camino de esperanza. No se trata de una evasión ilusoria ni de quedarnos en la comodidad de una experiencia profunda de encuentro con Él. Es preciso bajar del monte y volver a la vida, a esa cotidianidad que, aunque no siempre es fácil, nos interpela. Sin embargo, después de haberlo encontrado, ya no regresamos igual. Volvemos con la certeza de que «el Señor es mi luz y mi salvación». Y con Él a nuestro lado, no hay oscuridad que podamos temer.

Como Abrán, como aquellos discípulos, también hoy necesitamos que el Señor abra nuestros ojos para descubrir que camina a nuestro lado. Nuestra vida, nuestro mundo, no son un desastre en el parece que Dios está ausente. «Somos ciudadanos del cielo», nos recordaba San Pablo, mucho más que meros habitantes de esta tierra que nos deslumbra con sus preocupaciones diarias. Solo Cristo es nuestra estrella, a veces tenue, a veces radiante, pero que siempre sobre nosotros no deja de darnos luz. Sólo hace falta detenernos en la noche, mirar al cielo y aprender a verlo.

 

scjdehonianos
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