
22 Mar Orar con la palabra 23 marzo
Evangelio del día
Lectura del santo Evangelio según San Lucas 13, 1-9
En aquel tiempo se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de los sacrificios que ofrecían.
Jesús respondió:
«Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos porque han padecido todo esto? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. O aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre en Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera».
Y les dijo esta parábola:
«Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró.
Dijo entonces al viñador:
“Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a perjudicar el terreno?”.
Pero el viñador respondió:
“Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar”».
Orar con la palabra
A lo largo de su historia, Israel se ha interrogado a menudo sobre la identidad del Dios que lo ha elegido, lo ha liberado y ha hecho de él su pueblo. No se trata sólo de conocer su nombre, como lo revela él mismo a Moisés desde la zarza ardiente, sino de encontrase con él, de saber quién es verdaderamente. Así, su nombre, «Yo soy», subraya su presencia constante y activa en medio de su pueblo. Este ser y hacer de Dios se sintetiza ante todo en una conocida formulación: «El Señor es compasivo y misericordioso», tal y como se recoge en el salmo 102.
Sin embargo, como sucede toda frase bien conocida, esta mirada al corazón de Dios corre el peligro de quedarse en un bonito estribillo. Frente a ello, las lecturas de este tercer domingo de Cuaresma nos ayudan a descubrir cómo se manifiesta la compasión de Dios y su interacción con la humanidad.
En el relato Éxodo, la misericordia divina parte de una atenta mirada a la situación que viven los israelitas: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos». Dios no es indiferente ni lejano; es un Dios que mira, que escucha, que se deja afectar por el dolor de su pueblo. La compasión comienza con una atención a la realidad, a veces marcada por la necesidad, a veces con la constatación de que lo que encontramos no es lo esperado, como aquel hombre que va a buscar fruto en su higuera y no lo encuentra. La misericordia nace de los ojos abiertos y la acogida, y es siempre lo más opuesto a la indiferencia, a aquel «pasar de largo» que relata la parábola del samaritano.
Sin embargo, la compasión de Dios no es un mero sentimiento, sino que siempre impulsa a la acción: «He bajado a librarlo de los egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel». Dios no solo ve el sufrimiento, sino que interviene activamente para ofrecer una esperanza de liberación. La suya no es una reacción impetuosa, no busca cortar por lo sano. Como sugiere el viñador de la parábola, la compasión se alimenta de la paciencia, de una espera misericordiosa de una posibilidad de que aquel árbol, en apariencia estéril, pueda dar fruto a su tiempo, con el debido cuidado. Como aquella higuera que no da frutos, muchas veces nosotros nos encontramos en situaciones de vacío, de cansancio, de no responder como deberíamos a la gracia de Dios. Pero la misericordia de Dios no se limita a constatar nuestra realidad, sino que abre un horizonte de esperanza. El dueño de la viña podría haber cortado la higuera de inmediato, pero el viñador intercede: «Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto en adelante». Dios es paciente, nos da tiempo, nos ofrece oportunidades, nos rodea de su gracia para que podamos dar fruto.
Sin embargo, esta misericordia no es pasividad ni permisividad. Es un impulso, una llamada a la conversión. Dios nos espera, pero también nos invita a actuar. Como Moisés, estamos llamados a ser instrumentos de su misericordia. No basta con mirar y reconocer la realidad; hay que hacer algo, ofrecer esperanza, cultivar con paciencia, abrir caminos. Tal como Jesús advierte antes de la parábola, ante los sucesos de los galileos y la torre de Siloé, la necesidad de la conversión es urgente. También lo hace san Pablo, invitándonos a la atención, a no creernos tan seguros que acabemos adormilados. No podemos pensar que nos basta confiar en Dios y quedarnos como si nada.
En este tiempo de Cuaresma, Dios nos recuerda que su misericordia nos envuelve, pero también nos compromete. Nos da una nueva oportunidad para dar fruto, para cambiar, para ser testigos de su amor. No nos quedemos de brazos cruzados. Que este tiempo sea una oportunidad de conversión, de respuesta generosa al Dios que acoge nuestra realidad, que nos espera con paciencia y nos llama a ser sembradores de esperanza.
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