
28 Mar Orar con la palabra 30 marzo
Evangelio del día
Lectura del santo Evangelio según San Lucas 15, 1-3. 11-32
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo:
«Ese acoge a los pecadores y come con ellos».
Jesús les dijo esta parábola:
«Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre:
“Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.
Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada.
Recapacitando entonces, se dijo:
“Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros».
Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos.
Su hijo le dijo:
“Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”.
Pero el padre dijo a sus criados:
“Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”.
Y empezaron a celebrar el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello.
Este le contestó:
“Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”.
Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Entonces él respondió a su padre:
“Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”.
El padre le dijo:
“Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”».
ORAR CON LA PALABRA
Comentar una parábola tantas veces escuchada y meditada como la del padre y sus dos hijos no es tarea sencilla. Sin embargo, si la contemplamos a la luz de las lecturas de este cuarto domingo de Cuaresma, podemos descubrir algunas claves que nos ayudan a profundizar en el significado de la misericordia del Padre que Jesús nos revela en el Evangelio de hoy, y que ya se anticipaba el domingo pasado.
En la primera lectura se nos presenta la llegada de los israelitas a la tierra prometida. Curiosamente, lo primero que hacen, después de celebrar la Pascua, es asegurarse el sustento: ya no dependerán del maná, sino que se alimentan de la primera cosecha de la tierra. Durante cuarenta años, Dios les había provisto de este alimento celestial, un don que, más allá de ser un regalo divino, era la respuesta a la queja del pueblo, que temía haber salido de Egipto solo para morir de hambre. Aquella actitud nos recuerda a la de los dos hijos de la parábola. El menor solo busca recibir su parte de la herencia para disfrutar de la vida; el mayor, un cabrito para celebrar con sus amigos. En el fondo, ambos desean lo mismo: tener lo necesario para vivir cómodamente, sin más. Tanto el pueblo de Israel como estos dos hermanos se conforman con que Dios (o su padre) les provea de lo que necesitan o desean, sin aspirar a nada más.
Quizá esta actitud refleje también nuestra propia manera de vivir la fe: una fe acomodada, en la que recurrimos a Dios sólo cuando lo necesitamos, y en la que incluso le reprochamos que no actúe según nuestras expectativas. En esos momentos, no estamos tan lejos del hijo mayor, quien, a pesar de permanecer en la casa del padre, en su interior se encontraba tan distante como su hermano menor. No basta con llamarnos cristianos para serlo de verdad. Tanto el Evangelio como la primera lectura nos recuerdan que Dios nos llama a algo más grande que simplemente sobrevivir: nos invita a reconocernos, sentirnos y vivir como verdaderos hijos suyos.
Así, cuando el pueblo de Israel entra en la tierra prometida, Dios les entrega sus frutos y les enseña que ya no deben comportarse como niños que esperan ser alimentados sin esfuerzo. Esa tierra es su herencia, un regalo divino, pero también una responsabilidad: deben cultivarla y obtener de ella su sustento. Son herederos, no esclavos. Lo mismo ocurre en la parábola del Evangelio: el padre no quiere que ninguno de sus hijos se comporte como un siervo. No permite que el menor se declare su esclavo, sino que lo reviste con anillo, traje y sandalias, restaurando así su dignidad filial. Al mayor, por su parte, le recuerda que su papel no es el de un simple servidor obediente. A ambos les ofrece algo más que sustento: los invita a participar en su amor, simbolizado en la fiesta, signo de la vida compartida, de una vida en plenitud como verdaderos hijos.
La segunda idea podemos descubrirla a la luz de la segunda lectura. En ella, san Pablo nos exhorta a dejarnos reconciliar con Dios para poder, a su vez, llevar el mensaje de reconciliación a los demás. Volviendo a la parábola, es interesante notar que no conocemos su desenlace: ¿se restauraron las relaciones entre el padre y sus hijos? ¿Comprendió el menor el verdadero significado del gesto de su padre? ¿Entró el mayor en la fiesta y logró perdonar a su hermano? Algunos han intentado imaginar o incluso escribir un final para esta historia. Tal vez, después del asombro del hermano menor y la terquedad del mayor, el padre le pidió al hijo menor que hablara con su hermano y le ayudara a comprender la misericordia que este había tenido con él. No podía ser de otra manera. Es lo que nos decía san Pablo: quien se siente perdonado tiene la misión de llevar el perdón a los demás.
Experimentar la misericordia de Dios nos compromete a transmitirla, especialmente a quienes más la necesitan. Esta es nuestra misión más importante, en este mundo tan lleno de heridas, de violencia, de tantas voces y enfrentamientos. Podemos preguntarnos si lo estamos haciendo, o bien, si no estamos siendo testigos de misericordia, quizás porque hemos olvidado cómo Dios actúa con nosotros.
Sabernos hijos queridos y amados por Dios, enviados a anunciar el perdón que hemos recibido: tal vez estos sean los dos grandes mensajes que la Palabra nos deja este domingo. Pidamos al Señor que nunca nos apartemos de él ni de nuestra vocación, para que podamos ser testigos de la misericordia del Padre que nuestro mundo tanto necesita.
No hay comentarios