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RETABLO DE UN ENCUENTRO

RETABLO DE UN ENCUENTRO

Evangelio del día

Lectura del santo Evangelio según San Lucas 1, 39-45

 

En aquellos mismos días, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a un a ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.

Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del
Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó:
«¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá».

 

RETABLO DE UN ENCUENTRO

Homilía en el Domingo IV del Tiempo de Adviento – ciclo C

Ángel Alindado Hernández, scj.

Rumor

Hacía años que la pareja había asumido su no futuro y su vergüenza, acrecentada esta por el oficio de él. Apesadumbrado por la culpa servía al templo con devoción, con la esperanza de que Dios con su misericordia perdonara su pasado -el suyo, el de sus padres, el de sus abuelos- en cada ofrenda y oración. 

El rumor del milagro se había extendido deprisa. Una aparición, la mudez de él, la buena esperanza de ella, corrían en susurros incrédulos en los mercados y las plazas. En la vejez, Isabel había concebido. La esterilidad se había tornado en esperanza.

 

Camino

En el norte del país una muchacha nazarena, pariente de Isabel, había emprendido camino a la casa del bienaventurado matrimonio.  Cada paso, cada huella en la senda, acercaba a la tierra el paso y la huella de la salvación. Todavía no era consciente de lo que suponía lo que había vivido: una luz, una voz, un aleteo suave habían dado inicio a un nuevo modo de narrar su amor el Señor. Y ella, pequeña, humilde, temblorosa, se había convertido en el centro de una historia de la que se sentía inmerecidamente protagonista. 

Dentro, muy dentro, resonaban las palabras de los profetas y ella, sonriendo, se decía que no era posible, que cómo ella, que encima de Nazaret, de donde poco podía salir bueno… Y así pasaba el tiempo mientras la caravana se acercaba a la tierra de sus parientes, donde esperaba encontrar respuesta a su duda y temor. 

 

Promesa

Habían pasado casi 300 años de la muerte del rey David. Y si bien de otros el recuerdo era vago, confuso, sí había quedado marcado en el corazón de todos la historia, con luz y sombra, grandeza y pecado, de aquel rey cantor y temeroso de Dios, la del joven de Belén elegido por Dios de modo insospechado, vencedor de gigantes. Miqueas conocía su historia y no terminaba de comprender cómo los jefes del pueblo no comprendían que la infidelidad a Dios solo causaba dolor. Por eso su voz y la de otros profetas martilleaban, una y otra vez, la promesa de Dios, de modo especial, a los que más sufrían la injusticia y el olvido. De ellos Dios haría surgir al que “había de gobernar a Israel” y pastorear con la fuerza del Señor para hacer nacer la paz (Cf. Miqueas 5, 1-4). Sus ojos no lo verían. 

Encuentro

Solo sintió un movimiento en su vientre. Dentro, el piececito de su hijo, como dando un paso, había sorprendido a la anciana. Extrañada e incómoda, dejó el cántaro en el brocal del pozo y giró la cabeza ante el saludo. Entonces lo comprendió todo. Frente a ella, María, su joven pariente, miraba con asombro su gravidez. Las dos se fundieron en un abrazo roto por el canto que, de repente, brotó de sus labios, primero los de Isabel: “Lo que ha dicho el Señor, se cumplirá” (Lucas 1, 45). La Palabra de Dios se estaba abriendo camino. Él había hablado y lo haría con voz humana: “He aquí que vengo” (Hebreos 10, 7). Y la bienaventuranza inundó la casa.

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