24 May Santísima Trinidad
Los cristianos creemos en un solo Dios que es “Trinidad”. Un solo Dios en el que se encuentra la relación interpersonal del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Hablamos de esta realidad como de “misterio” y casi preferimos dejarlo al margen para no hacernos un embrollo de ideas y así seguimos funcionando como si “Dios” fuera uno solo.
La Liturgia de hoy nos invita a mirar de frente al misterio de la Trinidad. Misterio que hemos contemplado y celebrado en el despliegue del acontecimiento pascual. 50 días en los que hemos visto al Padre que reivindica al Hijo sentándolo a su derecha y que nos envían al Espíritu Santo para que cada uno de nosotros podamos llamar a Dios “Padre” en verdad, porque somos hijos suyos en el Hijo, por el Espíritu que se nos ha regalado.
Las tres lecturas de hoy van dedicadas a cada una de las personas de la Trinidad. La primera lectura es de Deuteronomio 4, 32-40. Se habla de Dios y nosotros entendemos que es Dios-Padre, fuente y origen de toda realidad. No obstante el A.T. es monoteísta absoluto y Dios es “solo uno”. No hay “familia” en Dios. Puede haber atisbos de apertura pero nunca se da ningún paso en favor de una pluralidad de personas en Dios
La segunda lectura es de Pablo a los Romanos (8, 14-17). Pablo, seguidor de Jesús, habla claramente del Espíritu de Dios que hemos recibido para hacernos hijos en el Hijo y poder llamar en verdad a Dios “Abba-Padre”. Pablo habla del Espíritu como realidad distinta al Padre y al Hijo, y que es la fuerza que nos penetra y renueva hasta el fondo de nuestro ser para hacernos hijos y coherederos con Cristo. Habla desde su experiencia, desde el encuentro con Jesús y el cambio radical acontecido en su vida que lo convierte en Apóstol de los gentiles. La Buena Noticia se abre a todo el mundo. Todos los hombres y mujeres llamados a la vida en Cristo.
El Evangelio de hoy (Mateo 28, 16-18) es el final de dicho Evangelio. Y se elige porque es el único lugar de los cuatro evangelios donde se significa claramente la realidad Padre-Hijo y Espíritu Santo. Y esto acontece en el último momento revelador de Jesús, poco antes de subir al cielo.
Los discípulos al ver a Jesús, se postran ante Él pero algunos dudan. Postrarse es proclamarlo en el rango de la deidad. Reconocer que es Dios o de la familia de Dios. Es el Hijo de Dios. La duda de algunos debe ser el reflejo de la duda permanente que subyace en todos nosotros. Es un decir sí, pero a la vez no. No nos decidimos a proceder en el seguimiento pleno de Jesús, sino que preferimos tener nuestros seguros o salvavidas, por un si acaso.
Con todo y eso, sin reproches, Jesús les envía a todos. Veamos las palabras de Jesús.
“Se me ha dado todo poder en cielo y tierra”. Jesús no obra por sí mismo y desde sí mismo. Sabe que lo ha recibido todo (del Padre). Es plenipotenciario por participación en la totalidad del Padre que se le ha dado todo. El Padre se ha entregado al Hijo. El Padre engendra al Hijo amándolo totalmente y entregándole todo lo que él es y tiene. El Hijo es el que nos revela al Padre. Quien ve al Hijo ve al Padre. Jesús es el que abre el misterio de Dios y nos lo hace ver, entrando en nuestra historia, siendo uno como nosotros y viviendo como hijo del Padre, predilecto del Padre, amado del Padre. Él es el enviado del Padre para darnos a conocer el rostro de Dios, el modo de ser de Dios. Dios es “Abba-Padre” que crea para que la creación entera pueda ser partícipe de su paternidad, cada uno según su realidad. A nosotros, los humanos, se nos convoca a ser hijos, porque hemos sido hechos a imagen y semejanza de Dios. Se nos ha hecho “capaces de Dios”, capaces de ser llenados por Dios. Será el Espíritu el que nos llene de Dios para hacernos hijos y como tales entrar en la misma vida de Dios.
“Id y haced discípulos de todos los pueblos”. Hacer discípulos, no es hacer fotocopias sino personas libres, cada una como es, que descubren en Jesús al hermano mayor que va delante haciendo un camino de salvación plenamente humano y al que merece la pena seguir porque nos hace hijos de Dios, hermanos suyos y de todos y nos introduce en la vida plena participando de la de Dios por siempre y para siempre.
“Bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
La experiencia bautismal fue importantísima en los primeros cristianos. El bautismo de Jesús fue un gran momento revelador para el mismo Jesús y para los seguidores de Jesús. En el bautismo del Jordán, en Jesús se manifestó la Trinidad de Dios o la realidad múltiple del Dios uno. Jesús se ve y sabe acogido y amado por el Padre y el Espíritu le inunda y más nunca le abandonará. El Espíritu le llevará por el camino de la vida hasta la cruz y solo allí entregará su Espíritu al Padre. Esta experiencia Trinitaria es la experiencia que viven los cristianos en el bautismo. La fórmula: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” es la clave para el día de hoy. Las tres Personas de la Trinidad están presentes en el bautismo y cada una de ellas nos constituye –al bautizado- en parte integrante de su realidad. Es casi decir que ellas toman nuestro puesto o que nosotros tomamos el puesto de ellos. Hay un intercambio gozoso y glorioso. Una realidad absolutamente inmerecida pero agraciada y gozosa.
El Padre nos reconoce como hijos amados y predilectos y nos asume como hijos en el Hijo. Nos integra en su ser metiéndonos en el corazón de su Hijo amado. Y nos ama a todos como ama al Hijo. Nos ama en el Hijo, en la plenitud de su amor que es entrega y donación plena.
El Hijo nos manifiesta el amor del Padre y se entrega por nosotros con el mayor amor que se da cuando se entrega la vida por el amigo. El Hijo nos ama con amor de hermano y de amigo. Se hace hermano nuestro y nos hace partícipes a todos de vivir la fraternidad en comunión con él.
El Espíritu Santo es el mismo Amor de Dios que hace de lazo o vínculo entre el Padre y el Hijo, y entre el Padre y el Hijo y nosotros. Él es el que realiza en nosotros la filiación divina, nos hace partícipes de la naturaleza del Padre y nos injerta y hace ser en verdad hijos en el Hijo. Nos hace hermanos de Jesús, porque tenemos su mismo Espíritu.
Será el Espíritu el que garantiza la presencia del Hijo con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Es decir por siempre. El fin del mundo no será el final de una película sino que será la “Pascua de toda la creación”. Seremos todos y todo en Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.
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