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Comprender el amor

Comprender el amor

Roma, 21 de junio de 2025 

COMPRENDER EL AMOR 

Carta con ocasión de la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, 27 de junio de 2025 

A los miembros de la Congregación 

A todos los miembros de la Familia Dehoniana 

 

I. Desde la vida 

A estas alturas, a nadie sorprende ya la sucesión de palabras, acciones y omisiones que a diario  menoscaban la dignidad humana en este mundo que compartimos. Algunas ocurren en nuestro  entorno más cercano, mientras que otras rebasan fronteras. Estas situaciones se han vuelto tan  comunes que terminan por parecernos familiares, como esas series televisivas que se prolongan  sin fin, reinventándose cada temporada con distintos personajes y escenarios, pero cuyo  contenido esencial apenas cambia. 

De hecho, y sin tener que pensar demasiado, sería fácil enumerar en apenas unos minutos una  buena cantidad de episodios de violencia. ¿Quién no conoce a alguien que ha sufrido abusos o  maltrato? ¿Quién no está al tanto de tragedias, como las que acontecen en Gaza, que arrasan  con la vida de personas inocentes? ¿Quién no se ha percatado del deterioro sistemático de  nuestro planeta? 

La lista sería tan larga como incompleta, porque el tema es insaciable. Hay que tener en cuenta,  además, que la violencia es emprendedora y ambiciosa, al punto de legitimarse a sí misma en  los ámbitos político, económico e incluso en los espacios más íntimos y piadosos. Esto es algo  que conocen bien, entre otros, los inmigrantes que viven con el temor de ser deportados – ¡cuántos en Europa y Norteamérica! – o las víctimas de aquellos que abusan de su poder,  también en la Iglesia, para dañar a los más vulnerables. A pesar de que la violencia pueda  camuflarse bajo un edulcorado “por tu bien”, “porque te quiero”, “por el bien de todos” o “para  tu salvación”, la realidad es que actúa como una enredadera que se expande y asfixia.

 

II. Desde la Palabra 

Pero todo lo anterior, ¿qué tiene que ver con la solemnidad que celebramos? Quizás esta  relación se deba a que las escenas de Nuestro Señor que más profundamente arraigan nuestra  devoción a su Corazón ocurren en contextos marcados por la injusticia y la violencia, como los  de su Pasión. Asimismo, estas escenas tienen lugar en entornos caracterizados por el desprecio  y la ingratitud hacia Él y su mensaje a lo largo de la historia, tal como Él mismo se lo reveló a  Santa Margarita María de Alacoque. Sin embargo, su Corazón siempre abarca todos los  tiempos, incluso los más difíciles y aciagos para la humanidad.  

Todo indica, sin lugar a dudas, que estamos viviendo tiempos del Corazón de Jesús. Tiempos  como los que experimentó un delincuente en el Gólgota, una humilde religiosa en un monasterio  de la campiña francesa, y cada día, la gente más sencilla que, en cualquier circunstancia,  pronuncia un sincero: “Corazón de Jesús, en vos confío”. 

Este es el Corazón que nos impulsa a mantenernos alerta, a saber mirar sin ensimismamientos,  para comprender lo que sucede a nuestro alrededor. Nos invita a discernir cómo involucrarnos  y en dónde situarnos para contribuir, como hizo un samaritano, a que nuestra casa común sea  más de todos y esté mejor cuidada. 

Una de las miradas más emotivas de Jesús – y seguro que recuerdas otras – tuvo lugar mientras  subía hacia Jerusalén por el monte de los Olivos. Iba acompañado del entusiasmo ingenuo de  sus discípulos y del descontento ordinario de los fariseos. A un cierto punto se detuvo ante una  panorámica que le conmovió profundamente:  

Cuando estuvo cerca y vio la ciudad, se puso a llorar por ella, diciendo: «¡Si tú también  hubieras comprendido en este día el mensaje de paz!» (Lc 19,41-42). 

El Evangelio no oculta los sentimientos de Jesús hacia Jerusalén, la ciudad amada1. Él veía en  ella una ciudad insatisfecha, descontenta. Una ciudad sometida a un poder extranjero y llena de  disputas entre quienes se creían más religiosos que los demás, pero que en realidad estaban  presos de sus propios prejuicios.  

Desde el monte, Él contemplaba una ciudad desconfiada, saturada de discriminaciones hacia  muchos de sus mismos habitantes. Una ciudad rumorosa y a la vez sorda, que esperaba más a  un mesías complaciente que la llegada de un siervo sufriente amigo de todos, amado del Padre  y apasionado por su Reino.  

Quienes mejor acompañaron a Jesús aquel día fueron los que estaban al margen de la ciudad,  los que no se sentían parte de ella: sus discípulos y la gente sencilla. En su cercanía y en su  camino encontraron un motivo de alegría y una esperanza. La ciudad, en cambio, se preguntaba  extrañada: «¿Quién es este?» (Mt 21,10).  

Sus habitantes no lograron comprender el alcance de su llegada, una visita que era verdadero  kairós (Lc 19,46), ese tiempo de gracia y oportunidad única, porque era Dios mismo quien, en  la persona de su Hijo, ascendía a Jerusalén.  

Consciente de su misión, Jesús no cejó en su empeño. Se adentró en la ciudad como el pastor  que busca a la oveja descarriada, incapaz de liberarse de los muros que la aprisionan. Sustentado  en la fidelidad amorosa del Padre y arropado por el fervor de los más humildes, su anhelo era  encontrarla, aliviar sus heridas, cargarla sobre sus hombros y llevarla a donde tuviera verdadera  vida. La oveja añorada no era otra sino aquella misma ciudad. 

Sin embargo, esta no quiso comprender que aquella visita humilde representaba una esperanza  para ella. Su respuesta, lamentablemente, como tantas veces lo había hecho con otros, fue una  cruz pesada. En los maderos que la constituían, la ciudad condensó su resistencia, su rabia, su  miedo y su negativa a ser transformada por un siervo indefenso que tan solo deseaba hablarle  al corazón, «al corazón de Jerusalén» (Is 40,2), para llevarle consuelo y buenas noticias.  

Ante tanto desamor la respuesta de Dios fue similar, otra cruz, pero de vida: la suya propia, la  que más amaba, la cruz de los brazos abiertos y las piernas heridas de su Hijo. Una cruz viva y  reparadora porque ama y perdona. Una cruz con corazón. Por eso, desde esta cruz la respuesta  que brota hacia el brazo que la hiere es de sangre y agua, primicias de vida nueva.  

Desde ese mismo manantial también nace una brecha que parte sin ira, decidida y sin retorno,  para resquebrajar los muros del odio de aquella y de toda otra ciudad semejante. Se abren así  horizontes anunciados desde antaño para cuantos contemplan la escena: para María y el  discípulo, la comunidad nueva; para el malhechor, el Paraíso inesperado; para los soldados, el  fin de la idolatría. Pero se abren también horizontes para aquellos que acojan el testimonio que  ofrece el testigo que vio todo aquello, «para que también ustedes crean» (Jn 19,35). 

III. Desde el carisma 

En la Iglesia también nosotros hemos sido llamados a ser parte de esa comunidad de testigos,  para que “la ciudad” crea. El carisma que compartimos nos orienta y nos compromete en esa  misión. Así lo quisimos reafirmar con el lema que nos motivó en el pasado Capítulo general:  «Llamados a ser uno en un mundo en transformación. “Para que el mundo crea” (Jn 17,21)».  En nuestras comunidades, en nuestras familias, allí donde estemos, anhelamos ser testigos  audaces y creíbles del Costado traspasado, del Corazón abierto que tanto ama esta humanidad  herida (cf. Cst 4).

Nos inspira también el P. Dehon, quien con corazón de discípulo no dejaba de sorprenderse y  suplicar ante tanto amor donado: «Empiezo, oh buen Maestro, a comprender el amor que debo  a mi Dios, ayúdame». 

Desde nuestra perspectiva, ¿cómo podemos fomentar y testimoniar de manera más coherente,  en espíritu y en verdad, que estamos comprendiendo este mismo amor? Las Constituciones SCJ  nos interpelan al respecto. Puede parecer inusual que nos planteen preguntas concretas cuando,  de un texto como este, esperamos más bien respuestas. No son más que dos, pero sin duda  esenciales. Quizás estén ahí para mantenernos en un diálogo abierto e indispensable con la  novedad permanente del carisma y del Evangelio. 

Ambas están en la segunda parte de las Constituciones, la titulada: «En seguimiento de Cristo».  La primera de ellas está en la sección «Con Cristo, al servicio del Reino» (nn. 9-39), que de  manera particular inspira al Jubileo Dehoniano

Vivimos nuestra unión a Cristo  

con nuestra disponibilidad y nuestro amor a todos,  

especialmente a los humildes y a los que sufren.  

En efecto, ¿cómo comprender el amor que Cristo nos tiene,  

si no es amando como él, en obras y de verdad? (Cst 18) 

La segunda de las preguntas está en la sección sucesiva, «Para continuar la comunidad de los  discípulos» (nn. 40-85): 

Imperfectos, ciertamente, como todo cristiano, 

queremos no obstante, crear un ambiente  

que favorezca el progreso espiritual de cada uno. 

¿Cómo conseguirlo, si no es profundizando en el Señor  

nuestras relaciones, aun las más ordinarias,  

con cada uno de nuestros hermanos? (Cst 64).  

Estas preguntas pueden compararse con los movimientos de sístole y diástole del corazón. Si  no ocurrieran, no habría vida. Si lo aceptamos así, la respuesta que demos a cada una de ellas  nos dará cuenta del estado de salud de nuestra vocación, de nuestra fraternidad y de nuestro  apostolado. Este ejercicio nos ayudará a conocer nuestras coordenadas vitales para saber qué  tan cerca o lejos estamos del Corazón de Cristo y de nuestros hermanos. ¿Estamos distantes,  como aquellos en la ciudad que se preguntaban “¿y quién es este?”, o cercanos, como los  sencillos que podían sentir los latidos de quien caminaba en medio de ellos? Latidos del  Corazón de Jesús, latidos de hermano, como los comprendió nuestro Venerable P. Dehon, que  no dudó en seguirle confiadamente toda la vida: 

«El Verbo, el Hijo primogénito de Dios, es mi hermano mayor, mi gran hermano, ¡y  qué amoroso, qué abnegado es! Se hizo hombre para ser mi hermano aún más  íntimamente, para salvarme del naufragio, para sufrir y morir por mí. Amo a mi  hermano mayor, quiero escucharle, seguirle, imitarle, quiero vivir siempre con él». 

Así lo hemos querido recordar en el lema del Jubileo Dehoniano: “Por Él vivo: es Cristo quien  vive en mí”. Esta es la gracia que deseamos para cada uno de nosotros, de modo que sepamos  dejarnos mover por el Corazón del Salvador, que nos acerca a las realidades complejas de las  relaciones humanas, en la comunidad, en la familia, en todas las esquinas de este mundo, con  ojos de bondad y de misericordia. Cuánto agradecemos el testimonio de quienes así lo han  entendido y se adentran, como Jesús en Jerusalén, para encender una esperanza nueva.  

Que el Señor bendiga a quienes así lo hacen: los religiosos, laicos dehonianos y tantos  colaboradores que entran en los inmensos campos de refugiados de Corrane (norte de  Mozambique) y Mahagi (noreste de la R.D. del Congo) para sostener su dignidad; los que en  Irpin (Ucrania) llevan consuelo y alimentos a los ancianos en sus casas; los que en Kasanag  (Filipinas) han oído el llanto de las niñas y jóvenes maltratadas; los que en la Comunidad  Betânia (Brasil) acogen a hombres y mujeres víctimas de dependencias tóxicas; los que en  Zagreb (Croacia) abren las puertas para que día y noche la Eucaristía sea adorada; los jóvenes  y voluntarios europeos que se ponen en camino para construir puentes de amistad y de  solidaridad en diversos lugares; los que desde SettimanaNews en Bolonia (Italia) crean redes y  abren perspectivas para pensar y entender los tiempos que vivimos; los que en Milwaukee y en  Toronto (Norteamérica) alzan la voz y acompañan a los inmigrantes; los que en Pamulang  Timur (Indonesia) construyen espacios de convivencia entre culturas y religiones… ¡Todos y  cada uno de ellos abriendo brechas a la esperanza y a la vida! 

Y la lista puede continuarse, porque este Corazón que celebramos da para mucho y porque son  muchos los que responden con corazón decidido a la pregunta que un día brotó desde las  entrañas de Jesús a sus atónitos discípulos: «¿Comprenden lo que acabo de hacer con ustedes?»  (Jn 13,12). 

A todos, un feliz día del Sagrado Corazón de Jesús, 

En Él, fraternalmente,

Carlos Luis Suárez Codorniú, scj

Superior general y  su Consejo 

scjdehonianos
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