
26 Jun Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús: «Hagamos fiesta»
¿Quién?
«¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada, hasta que la encuentra?
Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos, y les dice:
“¡Alegraos conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido”».
¿Quién, Señor, quién? ¿Quién de nosotros hace eso? ¿A quién se le ocurre dejar las noventa y nueve ovejas abandonadas mientras se va tras la perdida?
¿Quién está tan loco como para arriesgarlo todo por una sola? Lo dice también San Pablo en la lectura: alguien estaría dispuesto a dar la vida por una persona buena, santa, valiosa… pero, ¿por un perdido? ¿Quién estaría dispuesto a dar la vida por un pecador?
Nadie hace eso, Señor. Pero Tú, sí.
Es de locos. No tiene sentido. No es rentable, ni racional. Igual es que estás loco Tú también. Será por eso que no te entendemos. ¿A quién se le podría pasar por la cabeza? Solo a ti. Solo tú vas tras la oveja perdida.
Y a ti solo se te ocurre montar una fiesta cuando la encuentras e invitar a otros, como presumiendo de tu temeridad:
«¡Venid, venid todos, alegraos! ¡Fijaos cómo he arriesgado toda mi hacienda, y ahora estoy loco de contento porque he recuperado a la extraviada!».
¿Qué crees que van a pensar los vecinos?
¡Qué extravagancia! Te mirarán raro, como a un loco, torcerán el gesto, como a las personas que se quedaron ancladas en cosas pasadas, ya superadas. Serás el tema de los corrillos, harán bromas a tus espaldas.
Sin embargo, tú, con la cara transfigurada, vas gritando:
«¡Venid, venid todos, hagamos fiesta!»
Pero, entre todos los que tuercen el gesto, hay alguien que sí se alegra.
Hay alguien que salta de alegría y se abraza a tu cuello. Todos los que han perdido algo, los que se desorientaron y no encontraban el camino.
Los que malgastaron los días y las fuerzas.
Los que se apartaron en un momento, distraídos por alguna flor, o por una promesa incumplida, o por un canto de sirena…
Los que se fueron porque quisieron, porque se sentían fuertes y libres y soberanos, y ahora están rotos y vencidos.
Viéndolos, mi alma tiembla.
Ese ejército variopinto de seres derrotados por su propio destino.
¡Cuánto daría yo por ser buscado con ese afán, con esa ansia que pones detrás de cualquier rastro mío!
Si alguien gritase mi nombre por los páramos y las quebradas, si alguien rebuscara con tanto esmero entre la maleza o entre las flores…
Si me encontrase alguien, así, de repente, aunque haya perdido la compostura y la juventud, y hasta quizá la decencia.
¡Qué no haría, Señor!
¿No daría un vuelco mi corazón?
¿No desearía acaso renunciar a todo por recibir tu abrazo de Padre?
Porque eres un pastor bueno, pero a la vez un pastor herido.
No se ama así, con esa rotundidad, si no se ha sufrido. Me amas así, sin razón ni medida, porque estás roto por mi ausencia, por cada uno de mis derroteros dañinos.
Me buscas con el ansia de quien ha perdido al amante y está decidido a no parar hasta encontrarle y convencerle con lazos de amor.
Aquel día en la cruz, cuando un soldado te abrió el corazón de par en par, decidiste que esa sería tu forma de amarnos: a través de una herida, para que todos tuviésemos en ella un refugio donde estar a salvo.
Y por eso vienes hoy a mí y me pides que hagamos fiesta.
Porque yo soy la oveja que se perdió.
¿Y si fuera otra la que traes entre tus hombros?
¿Qué importa?
Hagamos fiesta.
«Alegraos conmigo», dices.
Porque hay que sacar de foco a la oveja y fijarse en el pastor.
Cambiar lo perdido por lo recobrado.
Contar la historia del amante, porque sabemos ya de memoria la del pecador.
Hagamos fiesta porque es la alegría del Padre la que se celebra.
Hagamos fiesta, porque está en el horno el ternero cebado.
Hagamos fiesta, porque se ha encontrado la moneda perdida.
Hagamos fiesta, hermanos.
¡Venga, hagámosla!
Siéntanos a la mesa, Señor, como dice el salmo, que no falte la alegría porque tú rellenas mi copa, ¡que bendita manía esa tuya de que no falte el vino nunca, como en aquella boda en Caná!
Úngenos con perfume la frente, como a los elegidos, ponnos la corona, como a una novia.
Y siéntanos enfrente de nuestros enemigos, sí, necesito que vean mi victoria los que siempre están señalando mi vergüenza.
Los que un día nos humillaron ahora no tienen más remedio que sentarse a la mesa, porque están invitados, para ellos también hay vino, copa y corona…
¿Será así como quieres saldar todas las deudas?
¿En una gran mesa donde toda ofensa quede reparada?
Ese es tu plan y no pretendes que me guste, o que lo apruebe.
Solamente esperas que diga que sí, que me deje de excusas, que olvide mis culpas y que acepte mi derrota.
Y, sobre todo, lo que más esperas es que abra la puerta del banquete y, de una vez por todas, entre.
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