Riccardo Cristiano
El ataque israelí a la capital de Catar, Doha, para eliminar a la cúpula de Hamás en las horas en que debían discutir la propuesta de acuerdo de Estados Unidos sobre Gaza, ha conmocionado a muchas cancillerías de Oriente Medio. La votación en la ONU, donde Estados Unidos permitió que se aprobara la condena del ataque, podría haber empezado a cambiar algo – aunque mientras escribo sigue en curso la conversación entre Trump y el emir de Catar. De esa conversación depende mucho, incluida la eventual reanudación de las negociaciones sobre Gaza.
Mientras tanto, el 12 de septiembre, 142 países votaron en la ONU la resolución que propone la fórmula de los dos Estados, israelí y palestino, libre de Hamás, que debería desarmarse y liberar a todos los rehenes con un alto el fuego permanente. En contra votaron Israel, Estados Unidos, Argentina, Hungría, Micronesia, Nauru, Palaos, Papúa Nueva Guinea, Paraguay y Tonga; 12 países se abstuvieron.
Se trata del plan franco-saudí, un proceso que se prolongará hasta el 22 de septiembre, cuando Francia y otros deberían reconocer al Estado de Palestina. La crónica sigue con la tragedia, con un millón de palestinos que permanecerían atrapados en Gaza-City, la mayoría por ser incapaces de huir de nuevo.
Todo esto está evolucionando dramáticamente hora tras hora, con escenarios sombríos y con la cumbre árabe-islámica en Catar entonces a las puertas.
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La teoría más extendida sobre el mundo árabe que cuenta, el del Golfo, saca a la luz la necesidad de aclarar la calidad de las relaciones con Trump: “si Washington no garantiza la seguridad de Catar, entonces no garantiza la de nadie”. ¿Habrá una inversión explícita, empezando por las reglas para Israel?
Además, esto concierne a Trump, el presidente por el que han apostado los monarcas del Golfo. Pero esta teoría —la urgencia de aclarar las verdaderas intenciones de Estados Unidos como garante también militar— no está difundida por una auténtica solidaridad con Catar, al que en 2017 intentaron estrangular económicamente con un bloqueo comercial, diplomático y de viajes sin precedentes, sino porque son conscientes de que su relación con Washington no es más profunda que la del pequeño emirato catarí.
Amigo de todos, desde Netanyahu hasta Jamenei, desde Trump a Hamás, desde Erdogan hasta las cúpulas del fútbol mundial, Catar se ha convertido ya en un actor global como ellos, aunque limitado por su pequeñez territorial que le impone esta estrategia de amistad a toda costa. Justamente por eso alberga la base estadounidense más importante de toda la región. Por lo tanto, si Catar puede ser golpeado, ellos también deben considerarse expuestos. ¿Cambiará algo? Se verá; mientras tanto, creo que es importante comprender a los monarcas árabes del Golfo. Empresa nada fácil.
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A las atentas orejas de los líderes árabes del Golfo no habrá pasado desapercibida la noticia de que el grupo jomeinista libanés Hezbollah ha logrado encontrar nuevas vías de “financiación”: se habla de cientos de millones de dólares que han llegado a sus arcas. Hezbollah fue derrotada por Israel, pero la fuerza, quizás, no basta.
Los árabes habrán deducido que Teherán no renuncia a su influencia regional, quizá recurriendo a criptomonedas o a contrabandistas que atraviesan Irak y Siria: a pesar de la caída de los regímenes vinculados a los iraníes, se están reconstruyendo rutas de contacto y de paso desde Teherán hasta Beirut. El capítulo no está cerrado.
Por lo tanto, los monarcas del Golfo, piénsese lo que se piense de ellos, no pueden permitirse aparecer como intrascendentes: deben demostrar que cuentan también a los ojos de sus opiniones públicas y de sus vecinos. Interesados por encima de todo en la estabilidad, los monarcas árabes del Golfo parecen no tener otra opción que seguir aferrados a la idea de una solución de dos Estados.
Un alto el fuego, dar a los palestinos su propio Estado y desarmar a Hamás no los haría parecer impotentes; podría desactivar la rabia de la desesperación, contener un posible contagio interno en sus países y orientar las energías hacia la reconstrucción. Es el camino que proponen los saudíes.
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La saudí es la monarquía guía, empeñada en un trabajo interno de una magnitud impresionante. Saben muy bien que su reino se fundó sobre un pacto: la tribu de los Saud lo selló con una pequeña secta herética, los wahabíes. Estos legitimaban religiosamente la conquista de toda Arabia por parte de la pequeña tribu de los Saud en detrimento de las demás tribus, mientras que los Saud se ofrecían como instrumento para difundir aquel mensaje herético: integrista, literalista, reaccionario. Las mezquitas construidas por todas partes lo atestiguan.
Bin Salmán ha roto el pacto: está rehaciendo el aparato religioso y ha comenzado un trabajo de reconstrucción de la identidad centrado ya no en la fe, sino en el nacionalismo. El horizonte trumpiano, MAGA, está hecho a su medida: Make Arabia Great Again. Esta grandeza pasa necesariamente por superar la dimensión tribal, aunque su reino esté construido precisamente sobre el poder de una tribu, la suya, los Saud, que se impusieron por la fuerza a las demás tribus arábigas; ahora todos son saudíes, ya no Rashid ni otros.
Bin Salmán apuesta por el nacionalismo, “Arabia first”, porque con el nacionalismo cuenta con reconvertir la economía, crear un sistema de técnicos, en suma, salir de una estructura social arcaica y llevar a cabo una modernización a marchas forzadas, siempre dentro del paradigma tecnocrático, pilotado desde arriba por él mismo.
Es evidente que tiene una necesidad desesperada de estabilidad, porque el petróleo puede acabarse, y para usar el dinero no como un cajero automático al servicio de otros, hay que invertir en uno mismo, crecer. Él lo concebía con la paz con Israel y la cobertura militar estadounidense. Pero la deflagración palestina –que muchos daban por reducida a una cuestión de “policía local”– ahora le obliga a buscar una solución real, que no reavive, sino que mitigue los dolores y los extremismos desestabilizadores.
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La cuestión palestina, desde un punto de vista de “sistemas de poder”, ha sido utilizada con dos fines: por un lado, legitimar el expansionismo iraní que quería, y quizá todavía quiere, conquistar el islam (para vengarse de los árabes que los derrotaron islamizándolos hace muchos siglos, el jomeinismo querría conquistar el islam); por otro, legitimar las legislaciones de emergencia promulgadas en realidad para silenciar toda disidencia interna frente a la corrupción, la represión, los fraudes electorales (el eslogan de Nasser, “ninguna voz por encima de la voz de la batalla”, abrió ese camino).
Es muy interesante que, llegados a esta encrucijada, los soberanos y presidentes árabes se reúnan el domingo y el lunes, pero no solos, sino junto con todos los países islámicos. Hace falta un manto. Llama la atención esta frase citada por la prensa árabe y atribuida al saudí Bin Salmán: “hace falta una respuesta árabe, islámica e internacional para enfrentar la agresión y disuadir las prácticas criminales de Israel”.
Los Emiratos Árabes Unidos ya han convocado al encargado de negocios israelí. Estamos, pues, ante hechos verdaderamente nuevos. Pero, al ocuparse de la emergencia, tal vez haga falta también una idea a la que anclar la propia visión. Al igual que los países del Gran Levante (Líbano, Siria, Irak), también los países del Golfo se han vuelto complejos: dependen de trabajadores y técnicos llegados de otros países y confían en inversiones.
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Bin Salmán quiere despedirse de la sociedad arcaica, pero entonces podría ser necesario empezar a llevar a la realidad la inclusividad, el pluralismo social, los derechos de ciudadanía para quienes quieran contribuir a edificar estos nuevos “países”. Avanzar en este camino mediante la ciudadanía haría coherente la visión.
Para los palestinos, hoy en el centro de un verdadero ciclón, esa coherencia solo puede llegar con un Estado soberano junto a Israel (que luego podría desarrollarse en una Confederación, quizá extendida a Jordania). Pero el discurso estaría dirigido a todos, afrontando la realidad del Levante en sentido amplio, tierra plural, que no puede entenderse de otro modo.
Y el pluralismo puede convertirse en una fuerza si se cree que es un bien, no un mal. Cambios así no se hacen en un día, pero es posible ponerlos en marcha, y a veces las crisis lo exigen.
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Fue este —la ciudadanía— el mensaje de fondo de la Primavera árabe: la Primavera fue secuestrada y desviada con bandas armadas por los regímenes paralizados por el terror a la democracia. Fue un grito para salir del tribalismo (que impone fidelidades clánicas) y convertirse en ciudadanos.
Hoy la Primavera árabe es el desafío cultural que los jóvenes árabes han planteado para reconstruirse a sí mismos. Las tácticas, los pasos realistas, sirven a todos los Estados, pero necesitan de un horizonte en el que insertarse, a la sombra de una propuesta regional, que por tanto no puede sino partir también de una redefinición de sí mismos y del drama de Gaza.
Los árabes conocieron un choque epocal cuando la Europa que los había hecho soñar los colonizó: se dividieron entre panarabistas laicos, que querían combatir a los ejércitos europeos para crear la gran nación árabe (adormeciéndose a la sombra de totalitarismos cada vez más tribales y crueles), y panislamistas, que querían combatir a los colonialistas rechazando, sin embargo, su instrumento colonialista: el Estado laico.
Las coronas del Golfo pusieron fin a esta guerra fría árabe renunciando al panislamismo; los regímenes laicos se ahogaron en su afán de negocios sangrientos (Saddam, Assad, Gadafi). Hoy no bastan los capitales para devolver a los árabes el papel que les corresponde. La Primavera árabe ha señalado un camino: la ciudadanía.
Para lograrlo existe un mapa, una Magna Charta para ponerse en marcha. Es el Documento sobre la fraternidad humana firmado en Abu Dabi por el papa Francisco y el gran imán de al-Azhar. Esa es la base cultural que hace falta para recomenzar y postularse a reconstruir el Mediterráneo, junto con los demás.
Publicado en Settimananews el 13 de septiembre de 2025 con el título Il Medio Oriente dopo il raid di Israele.