Domingo XXII del tiempo ordinario – 31 de agosto de 2025
Humíllate y pártete de risa
El domingo pasado me invitaste a una fiesta pero, al llegar, me cerraste la puerta. Iba demasiado alzado, demasiado lleno de mí mismo como para entrar a una fiesta en la que gozan los humildes.
Iba con el orgullo de sentirme el primero. Y tú me invitaste a entrar, pero esta vez como último. Y entré, sin caretas, sin etiqueta, como un último más. Humilde, como tú me lo pediste.
Por eso, me senté en el último puesto, no sea que… Desde ahí observo.
Veo al anfitrión recibiendo a los invitados. Veo cómo cruza miradas cómplices con sus amigos. Alguna vez levanta los ojos cómicamente, cuando entra alguien a quien desprecia. Sus amigos le ríen la gracia.
De repente, entras tú.
Los amigos se enderezan, se preparan, han estado esperando este momento. Quieren ponerte a prueba, pillarte en un lapsus, para hacer caer sobre ti su ira disfrazada de rectitud. Pero tú entras y te pones a mi lado, con los últimos. Y observas.
Al fondo se ha desatado un alboroto. Resulta que uno de los invitados discrepa sobre el orden del protocolo. Su dignidad no se merece el puesto que le han reservado. ¡Abrase visto! ¡Ya no se respeta ni el decoro ni la clase! ¡Pues si no estoy en la mesa principal, me voy!
Qué vergüenza. Resulta que el ofendido es uno de los enemigos del anfitrión que ha calculado su reacción para humillarlo públicamente.
Tú, Señor, observas toda la escena. Te decepciona y te entristece, porque sabes que en la vida normal esto sucede constantemente. Y nos hace sufrir tanto.
La imagen que los demás tengan de mí, la necesidad de reconocimiento, lo estúpido e innecesario del prestigio social y el esfuerzo sobrehumano que algunas personas hacen por alcanzarlo y conservarlo. Meneas la cabeza. ¿Cuándo comprenderán?
Entonces nos cuentas la parábola:
“Cuando te conviden, no busques los primeros puestos… El que se humilla será enaltecido y el que se engríe será humillado.”
Y nos enseñas que romper la dinámica de la soberbia es abrirnos a la verdadera alegría.
La humildad no es gris ni triste. La humildad es fuente de gozo, de risas compartidas, de espontaneidad y gratitud.
Desde el último puesto del banquete, empiezo a descubrir que las risas están en el lado de quienes todavía no tienen sitio, pero te escuchan.
¡Qué demonios! ¿No vinimos a una fiesta? Pues eso: ¡despéinate, pierde las formas, humíllate y… pártete de risa!