Domenico Marrone
La fase sinodal que la Iglesia está atravesando nos obliga a reconsiderar con mayor conciencia y responsabilidad el modo en que se ejerce el poder en su interior. Al mismo tiempo, nos llama a la urgencia de una gestión transparente y honesta de los procedimientos canónicos, para que resulten un signo creíble de justicia evangélica y de auténtico servicio a la comunión eclesial.
Vincular la dimensión del poder a la vida de la Iglesia y a las relaciones que en ella se entretejen permite obtener una perspectiva más definida y concreta. Sin embargo, esta misma referencia pone de manifiesto nuevas preguntas que la experiencia eclesial actual muestra como particularmente urgentes: ¿de qué modo debe ejercerse el poder en la comunidad de los creyentes? ¿Quién está realmente investido de él en orden a la misión evangélica? ¿Qué instrumentos y actitudes es necesario asumir para que la autoridad no degenere en abuso, sino que se configure como auténtico servicio a la comunión y al bien de todos?
¿Quién puede en la comunidad?
En las últimas décadas, el derecho canónico se ha enriquecido con instrumentos significativos para frenar injusticias que generan profundo sufrimiento en quienes las padecen. Sin embargo, no se puede ignorar que dichos instrumentos siguen enraizados en una concepción de las relaciones eclesiales marcada por una fuerte asimetría y, por tanto, vulnerable a la tentación de justificar actitudes y prácticas inadmisibles por parte de quienes detentan formas de poder. Por este motivo, el derecho canónico debe ser continuamente purificado y repensado, para que permanezca fiel a su vocación más auténtica: no consolidar la fuerza del poder, sino contener sus derivas violentas, convirtiéndose en custodia de justicia evangélica y garantía de comunión en la Iglesia.
El poder representa una dimensión fundamental de toda forma de vida comunitaria, pues ningún ámbito social o institucional resulta inmune a él: en todas partes configura relaciones, dinámicas y responsabilidades. Por esta razón no es posible ignorarlo ni esquivar su reflexión, especialmente en la Iglesia, donde la autoridad está llamada a manifestarse como servicio evangélico y no como dominio.
El poder no es una realidad ajena a nuestra existencia, ni pertenece únicamente a otros como si no nos afectara. Surge de las mismas dinámicas de lo humano, es parte integrante de nuestra convivencia y, precisamente por eso, interpela a cada uno en el plano moral. Todo hombre y toda mujer está llamado a discernir cómo vivirlo y orientarlo, para que se convierta en espacio de responsabilidad y servicio, y no en ocasión de sometimiento y dominio.
A primera vista se podría pensar que una comunidad cristiana está llamada a vivir en un plano diferente respecto de las lógicas comunes del poder. Su criterio último es, en efecto, el Evangelio, la buena noticia de un Reino que libera y sana la existencia. A la luz de este anuncio, toda forma de poder humano queda relativizada y sometida a juicio, porque solo Cristo, el único Maestro, habló y actuó con aquella exousía que manifiesta la autoridad divina como servicio y don de vida.
La existencia humana se teje dentro de una trama de relaciones e influencias recíprocas: nadie puede vivir de manera completamente autónoma, porque ello no corresponde ni a la realidad ni a la verdad del ser humano. Del mismo modo, la fe cristiana no se reduce a una experiencia individual, sino que encuentra su forma propia en la dimensión eclesial. Como recuerda el Concilio Vaticano II, Dios ha querido santificar y salvar a los hombres no de manera aislada, sino constituyéndolos como un pueblo, llamado a vivir la comunión y a testimoniar juntos el Evangelio (cf. LG 9).
En efecto, Cristo Señor ha instituido en su Iglesia diversos ministerios, para que el pueblo de Dios pueda ser guiado y crecer continuamente en la santidad. Los ministros, aunque estén investidos de sagrada autoridad, están llamados a servir a los hermanos y hermanas, para que todos los que pertenecen al pueblo de Dios —portadores de verdadera dignidad cristiana— puedan orientarse libremente y de modo ordenado hacia el único fin de la salvación (cf. LG 18). Su potestad no es privilegio, sino servicio, destinado al bien de todo el cuerpo eclesial.
Poder y ordenamiento
Para promover el bien común y servir a la libertad de los fieles, la Iglesia posee una estructura organizada, en la cual sus miembros ejercen la autoridad de modos diversos y diferenciados. Al mismo tiempo, la fe cristiana, arraigada en la revelación histórica, requiere la relación maestro–discípulo para poder transmitirse auténticamente. En consecuencia, la dimensión estructurada del cuerpo eclesial y la necesidad de transmitir la fe en el tiempo comportan inevitablemente relaciones asimétricas en el seno de la Iglesia peregrina, relaciones que deben estar siempre orientadas al servicio, a la guía responsable y al crecimiento espiritual de todos.
El poder en la Iglesia encuentra su fuente principal en el Espíritu donado por Dios, que anima y orienta la vida de las comunidades a través de la multiplicidad de los ministerios. Su origen, aparentemente paradójico, se halla en la historia de Cristo, quien al asumir la condición humana se hizo servidor (cf. Fil 2,5-8), ofreciendo un estilo de vida que se convierte en modelo y norma para la comunidad: «Entre vosotros no ha de ser así; el que quiera ser grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero será esclavo de todos» (Mc 10,43-44). De este modo, la autoridad eclesial se manifiesta no como dominio, sino como servicio auténtico orientado al bien común y a la edificación del Cuerpo de Cristo.
Desde los primeros tiempos, la comunidad de los discípulos y discípulas de Jesús tuvo que enfrentarse con el problema del poder, confrontándose con formas de autoridad despóticas, totalitarias y arrogantes, que expresaban tanto el poder político, como el imperial, así como el religioso. Esta experiencia inicial puso a la Iglesia ante la necesidad de discernir un ejercicio de la autoridad conforme al espíritu evangélico, fundado en el servicio y no en la imposición.
Sería, sin embargo, ingenuo y reductivo pensar que se puedan obtener directamente del Evangelio los modos concretos con los que la autoridad debe ejercerse en la Iglesia, sin afrontar la compleja tarea del discernimiento. La vida eclesial requiere, de hecho, una interpretación atenta y articulada, capaz de traducir los principios evangélicos en prácticas de autoridad coherentes con el servicio, la responsabilidad y el crecimiento de la comunidad.
Son muchas las instancias que hoy requieren una revisión de la concepción y de la praxis con que el poder se ejerce en la Iglesia. Más profundamente, es el conjunto mismo de las relaciones entre los diversos miembros de la comunidad eclesial el que pide una mirada renovada, capaz de interpretar y aplicar las exigencias del Evangelio en un contexto de auténtica sinodalidad, tanto pensada como vivida concretamente, donde la autoridad se convierte en servicio y cooperación para el bien común.
Para el bien de todos
Tanto en la tradición filosófica clásica como en la cristiana, el poder encuentra su verdadero significado en su ordenación al bien: hombres y mujeres están llamados a ejercerlo no para dominar, sino para promover el bien concreto de aquellos sobre los que incide. Esta orientación pone de relieve que el poder nace dentro de las relaciones humanas y se realiza para su bien, convirtiéndose en un instrumento ordenado a un fin más grande. El sentido y el valor del poder derivan por tanto de su orientación hacia el bien: en ausencia de esta dirección, queda desprovisto de significado auténtico y de legitimidad moral.
También la tradición cristiana reconoce un vínculo esencial entre poder y bien, aunque con fundamentos y finalidades específicos. Así, en la reflexión paulina se afirma que la autoridad existe «para tu bien» (Rm 13,4): toda forma de poder tiene su origen en Dios y debe ejercerse conforme a Su voluntad, orientada al bien de quienes están sujetos a él y a la construcción de la justicia y de la comunión en la comunidad.
El poder debe orientarse al bien de las personas, pero pensarlo, ponerlo en práctica, evaluarlo y renovarlo no es nunca sencillo. Una observación atenta de la realidad social y política actual muestra cuán frágil y frecuentemente inadecuado es el tejido humano de quienes detentan la autoridad, carentes tanto de formación ética como de las competencias técnicas necesarias para ejercer responsablemente el poder. Esta constatación llama a la necesidad de discernimiento, formación y guía moral, para que la autoridad se convierta verdaderamente en servicio al bien común.
La mediocridad de quien detenta el poder se revela a menudo en rodearse de colaboradores mediocres. No se trata solo de una mala elección, sino de una estrategia: quien teme la verdad y la libertad prefiere tener cerca personas que no incomoden, que no hagan preguntas, que no corran el riesgo de brillar más que el superior. Así el poder se empobrece, porque se vuelve eco de sí mismo, frágil reflejo de una autoridad sin aliento. Un guía auténtico, en cambio, no teme la excelencia ajena: la promueve, la valora y la deja florecer. Rodearse de personas libres y competentes es signo de fortaleza, no de debilidad. Por el contrario, quien elige la mediocridad alrededor suyo no hace sino confesar, en el fondo, la propia.
El Papa Francisco, independientemente del contexto en que ejerce su autoridad, señala comportamientos bien definidos, arraigados en una visión clara del ser humano y de su responsabilidad moral. Estos comportamientos tienen su origen en una comprensión antropológica y ética que guía el ejercicio del poder como servicio, orientado al bien común y al crecimiento de la comunidad: «La crisis actual (…) hunde sus raíces en una crisis ética y antropológica (…). Se ha olvidado y se sigue olvidando que, por encima de los negocios, de la lógica y de los parámetros del mercado, está el ser humano, y hay algo que le es debido al hombre en cuanto hombre, en virtud de su dignidad profunda: ofrecerle la posibilidad de vivir dignamente y de participar activamente en el bien común» [1].
El humano poder
Si aplicamos esta perspectiva antropológica y ética a quienes ejercen autoridad en la Iglesia y en la sociedad, emergen rasgos comunes y recurrentes entre los líderes, que reflejan tanto las responsabilidades como los desafíos inherentes al servicio del poder. Estos elementos permiten reconocer qué actitudes son conformes al bien común y cuáles, en cambio, requieren corrección y discernimiento.
Entre los rasgos recurrentes en quienes ejercen el poder, se encuentran:
- inmadurez en las relaciones y carencias en las competencias de gestión;
- alejamiento de los principios éticos fundamentales y del espíritu de servicio;
- sentimiento de superioridad respecto a los demás, incluidas las leyes y los procedimientos;
- creciente distancia en las relaciones con aquellos a quienes se guía;
- actitudes de mediocridad y escasa apertura cultural;
- desinterés, y a veces oposición, hacia los caminos de formación, participación, corresponsabilidad y control comunitario de la vida institucional.
Toda crisis requiere ante todo un renovado impulso ético y cultural. Quien ejerce el poder debe ser educado, primero, a convertirse plenamente en persona, reconociendo que el crecimiento armónico del individuo pasa por un camino formativo consciente y una responsabilidad de autoeducación. En este camino, la vigilancia sobre sí mismo y la capacidad de autocontrol y verificación constante son instrumentos indispensables para ejercer la autoridad de manera justa y auténticamente servicial.
Desde el punto de vista antropológico y ético, resultan fundamentales, para quien ejerce el poder, las siguientes actitudes:
- mantener un sano y honesto realismo, tanto respecto a la propia vida como a la de los demás;
- conservar la capacidad de distanciamiento respecto del propio rol;
- distinguir y proteger la propia vida íntima y privada;
- aceptar con madurez los propios límites y los ajenos, así como las dificultades y negatividades;
- vigilar constantemente contra la envidia, el narcisismo, el autoritarismo y el cierre al diálogo;
- prestar atención al estrés y al riesgo de desgaste (burnout);
- cultivar un auténtico espíritu de colaboración y confianza;
- comunicar con sencillez y verdad, clarificando lo que se piensa y lo que se realiza.
Una virtud a menudo olvidada cuando se habla del poder en la Iglesia es el pudor. Quien ejerce una responsabilidad pastoral o de gobierno debería custodiar un sentido de medida, consciente de que no siempre es justo pedir más a quienes ya han llevado cargas pesadas, tal vez en silencio y fidelidad. El pudor no es timidez, sino respeto profundo: es reconocer la dignidad del otro, su historia de entrega, sus límites humanos. Una autoridad sin pudor corre el riesgo de convertirse en exigencia desmedida, y la petición en abuso. Con pudor, en cambio, el pedir se vuelve discreto, proporcionado, abierto a la reciprocidad: no un “exigir”, sino un “invitar”; no un “imponer”, sino un “caminar juntos”. Así, el poder en la Iglesia no aparece como peso añadido, sino como servicio que sostiene, alienta y reconoce a quienes ya han dado mucho de sí.
Quien detenta el poder en la Iglesia debe vigilar el riesgo de una retórica que denuncia la ambición ajena, olvidando que muchas veces son precisamente quienes no han hecho carrera quienes llevan día tras día la carga de la vida eclesial. Resulta fácil advertir a los demás contra el peligro de la ambición, mientras se gozan los frutos de una trayectoria silenciosamente construida. El pudor, entonces, se vuelve virtud indispensable: exige verdad en las palabras y coherencia en la vida. Quien guía no debería despreciar los pequeños caminos de los demás, sino reconocer y honrar el peso real que muchos sostienen. Solo así el poder se transforma de privilegio en servicio, de retórica en testimonio.
Finalmente, quien ejerce el poder en la Iglesia debe no solo tener pudor al pedir sacrificios, sino también cultivar la virtud de la gratitud. No hacia quienes ambicionan ascender, sino hacia quienes, silenciosos y fieles, recorren el camino de la fatiga apostólica cotidiana. No como obligación rígida, sino como reconocimiento sincero de un servicio precioso: quien permanece donde está, cuidando la porción del rebaño que le ha sido confiada, merece estima y reconocimiento. El poder, vivido así, no es dominio, sino custodia: sabe ver a quien trabaja con fidelidad, alentar a quien persevera y sostener a quien soporta cargas que a menudo pasan inadvertidas. La verdadera autoridad es la que sabe agradecer, sin estruendo, custodiando la riqueza escondida de la dedicación silenciosa.
Formar para el poder no significa dotar al líder de todas las posibles cualidades humanas, éticas o técnicas —una expectativa irreal e ilusoria—, sino desarrollar en él la madurez suficiente para ejercer su servicio del modo más responsable y eficaz, orientado al bien común y al bien de los hermanos y hermanas de la comunidad.
Privilegio y abuso
El poder representa un espacio privilegiado donde se manifiesta la identidad personal, pero debe estar gobernado siempre por la medida —en el sentido clásico de métron. Quien ejerce correctamente el poder es quien posee sentido de la medida, es decir, conciencia clara de los propios deberes hacia sí mismo y hacia los demás, tanto hacia quienes ocupan responsabilidades mayores como hacia quienes se encuentran en condición de menor poder.
Solo un ejercicio maduro de la responsabilidad puede proteger a las instituciones de los abusos [2] y las distorsiones. Para garantizar que las diversas formas de autoridad, dentro y entre las instituciones, se ejerzan de modo ético y fructífero, es indispensable identificar con claridad quién es responsable, qué procedimientos seguir, y qué espacios y tiempos destinar a la rendición de cuentas y a la coordinación entre los distintos niveles de autoridad.
¿Cómo debe ejercerse el poder en la Iglesia? La autoridad eclesial debe actuar en plena coherencia con la naturaleza misma de la Iglesia. Por eso, el análisis del poder eclesial requiere no solo el aporte de las ciencias humanas —siempre valioso— sino también el de la teología, puesto que la vida de la Iglesia solo puede comprenderse plenamente a la luz de la revelación cristiana, que orienta sus finalidades, sus responsabilidades y su estilo de servicio.
El ejercicio del poder en la Iglesia y las correspondientes asimetrías derivan de la naturaleza social y eclesial de la fe cristiana. Sin embargo, incluso el poder legítimo y necesario puede ejercerse de modo inadecuado, abriendo espacio a abusos y comportamientos contrarios al espíritu evangélico.
¿Qué rasgos propios de la naturaleza misma de la Iglesia orientan el ejercicio legítimo del poder? Como se ha recordado, la Constitución Lumen Gentium subraya que, para nutrir al Pueblo de Dios y favorecer su continuo crecimiento, Cristo instituyó en la Iglesia diversos ministerios, todos ordenados al bien del conjunto del Cuerpo (cf. LG 18). El poder eclesial, por tanto, posee un carácter ministerial: existe para la salvación de los fieles, para que puedan tender libre y ordenadamente hacia la vida eterna.
El poder en la Iglesia está siempre al servicio del Pueblo de Dios, cuyo fundamento es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios (cf. LG 9). En consecuencia, el ejercicio de la autoridad eclesial debe permanecer dentro de los límites trazados por esta dignidad y libertad, respetando plenamente su finalidad: servir la voluntad salvífica de Cristo y promover el bien de los fieles.
La Iglesia ejerce el poder como mediadora entre Dios y los hombres. Un superior que pretende una obediencia absoluta hacia sí mismo excede los límites y la finalidad de la autoridad recibida. Permanece como ideal cristiano la obediencia incondicionada solo a Dios, porque solo Él es digno de tal adhesión. Esta distinción entre la voz del superior y la voz de Dios subraya la diferencia entre decisiones necesarias para la organización de la vida eclesial y decisiones que afectan a la voluntad divina. La autoridad eclesiástica competente no puede garantizar que sus mandatos imperativos, aunque vinculantes dentro de su responsabilidad, coincidan con la voluntad de Dios.
El ejercicio del poder en la Iglesia debe ser auténticamente eclesial y católico. Es decir, nadie puede arrogarse el papel de intérprete exclusivo de la voluntad de Dios en la comunidad: la autoridad debe ejercerse siempre en comunión, respetando la vocación colectiva del Pueblo de Dios y su guía por parte de Cristo.
El servicio a la voluntad de Cristo excluye cualquier forma de arbitrariedad o irracionalidad en el ejercicio de la autoridad, exigiendo discernimiento, responsabilidad y coherencia con el Evangelio. El poder en la Iglesia debe respetar siempre la dignidad y la libertad de los hijos de Dios.
Poder vs. Sinodalidad
No podemos ignorar las tensiones entre la concepción tradicional del poder y las exigencias de una Iglesia cada vez más sinodal y participativa. Repensar el poder eclesial desde la clave sinodal significa identificar modalidades e instrumentos que garanticen su legitimidad jurídica, reinterpretando la dimensión sacramental del poder como fundamento de relaciones jurídicas. En la práctica, esto implica insertar el poder en procedimientos jurídicos que sean también procesos deliberativos, conforme al principio de que «lo que concierne a todos debe ser tratado y aprobado por todos».
Una Iglesia «constitutivamente sinodal» [3] está llamada a repensar su estructura de gobierno y, con ella, la concepción de liderazgo [4] abriendo así una reflexión sobre la naturaleza del poder en la comunidad eclesial. En el plano teológico, el poder se estudia en su dimensión fundante y originaria; en el plano jurídico, se manifiesta en su función operativa y práctica, evidenciando cómo la autoridad debe traducirse en acciones concretas al servicio del bien de la comunidad.
El Concilio subrayó la «función diaconal» [5] en el ejercicio de la potestad de jurisdicción hacia la comunidad eclesial [6], indicando que la autoridad es siempre servicio. Sin embargo, la Iglesia conserva aún una estructura similar a una organización «feudal» [7], donde el principio de división de poderes se traduce solo en una diferenciación funcional dentro de una potestad de jurisdicción [8] única e indivisible. Por ello, el elemento jerárquico tiende a prevalecer sobre el participativo, limitando la plena corresponsabilidad de los fieles.
La Iglesia católica se configura como una realidad con una estructura jerárquica global [9], en la que el poder de autoridad y de subordinación hacia los miembros se entiende como derivado de Dios.
El poder episcopal tiene carácter monocrático, al punto de que incluso los organismos de participación eclesial están sujetos a él. De ello deriva, claramente, una concentración de poder especialmente elevada [10], que requiere discernimiento y responsabilidad para ser ejercida según el espíritu del Evangelio.
«El ministerio episcopal está ciertamente sobrecargado respecto a su primera tarea, la guía pastoral de una Iglesia particular (a veces incluso dos…); no es posible que sea una especie de cuello de botella por el que todo deba pasar y del que todo deba partir; es necesario pensar seriamente en una verdadera distribución de la responsabilidad, por ejemplo estudiando la figura oriental de los corepiscopi, o similares, también para la Iglesia latina» [11].
A este propósito, el Documento de síntesis del camino sinodal de las Iglesias que están en Italia, Levadura de paz y de esperanza, afirma: «En este espíritu sinodal y misionero, deberá repensarse el servicio de guía de las comunidades cristianas, frente a formas de ejercicio de la autoridad todavía monocráticas y clericales, no adecuadas a una fisonomía sinodal y fraterna de Iglesia, favoreciendo la corresponsabilidad de todos los bautizados, de modo que se supere definitivamente la lógica aún persistente del clericalismo» (n. 65).
Permanece, en sustancia, un modelo de Iglesia de inspiración gregoriana, fundado en una concepción monárquica de tipo medieval, evidente también en el uso del término «súbdito» en Lumen Gentium 27 en relación con el poder legislativo de los obispos. Esa terminología es retomada por el Código de Derecho Canónico de 1983 para describir tanto a los fieles respecto a sus pastores, como a los consagrados respecto a sus superiores (can. 1077 § 1 CIC), mostrando cómo la estructura jerárquica conserva todavía rasgos de autoridad vertical y centralizada.
La concepción monocrática del poder se acompaña a menudo de un enfoque ético utilitarista de la vida social, en el que las acciones están guiadas por el cálculo prudencial, es decir, por la búsqueda del beneficio personal o institucional, incluso en decisiones morales. Así, lo que es justo se confunde con lo que es estratégicamente conveniente para la institución eclesial; sin embargo, este criterio no puede ser fundamento moral auténtico [12], porque el bien moral trasciende el interés personal u organizativo.
Una concepción del poder de este tipo se convierte en signo evidente del «egocentrismo de la institución» [13], que dificulta la plena armonización entre la Iglesia como estructura organizativa [14] y el mensaje del Evangelio.
Repensar el poder de la Iglesia en clave sinodal significa identificar formas y herramientas que justifiquen su ejercicio también en el plano jurídico, reinterpretando la sacramentalidad del poder como realidad que se expresa dentro de relaciones jurídicas, y no como posesión absoluta de quien lo detenta.
El Documento de síntesis del camino sinodal de las Iglesias que están en Italia, Levadura de paz y de esperanza, afirma: «El desarrollo de la sinodalidad y de la misión eclesiales requiere instrumentos administrativos, económicos y de gestión que sean flexibles, sostenibles, transparentes, expresión y medio de realización de los valores evangélicos de participación, justicia y solidaridad, y que permitan superar los riesgos de burocratización, opacidad administrativa y concentración del poder» (n. 66).
Para un ordenamiento sinodal
Esto implica que el poder debe situarse dentro de una praxis jurídica que se configure también como proceso deliberativo, según el principio de que «lo que afecta a todos debe ser tratado y aprobado por todos» [15]. La autoridad eclesial, en esta perspectiva, debe repensarse a partir de su dimensión antropológica antes aún que teológica: se trata, de hecho, de una forma de poder social ejercida en la comunidad, que solo encuentra su sentido auténtico en la lógica del servicio.
Se vuelve indispensable reforzar los sistemas de vigilancia y verificación sobre el ejercicio del poder, así como definir criterios claros y transparentes que favorezcan una participación compartida en los procesos de nombramiento a los cargos eclesiásticos.
En definitiva, se ha consolidado la conciencia de la necesidad de iniciar una revisión crítica de algunos aspectos centrales de la vida eclesial, especialmente en lo que respecta al poder y a la distinción de las diferentes formas de poder en la Iglesia.
Se constata una distancia entre el ideal evangélico y las modalidades con las que el poder se concibe y se ejerce en la Iglesia. Esta distancia puede y debe superarse solo orientando la acción eclesial hacia las aspiraciones auténticas del Evangelio.
El Documento de síntesis del camino sinodal de las Iglesias que están en Italia “Levadura de paz y de esperanza” afirma: «En la Iglesia se siente la necesidad de relaciones más evangélicas y eclesiales, por tanto más humanas y fraternas. Se trata, entre otras cosas, de encontrar modos más auténticos de vivir la relación entre participación y autoridad. Esta tensión ineludible debe hacerse generativa» (n. 64).
La conversión y la renovación eclesial pasan necesariamente por una revisión del sistema de poder. Es urgente promover una responsabilidad realmente compartida, un ejercicio cooperativo de la autoridad y el reconocimiento efectivo del derecho a la participación de los fieles. Solo así la responsabilidad común podrá generar también la transparencia indispensable en el uso del poder dentro de la Iglesia.
Los responsables de la Iglesia están llamados a emprender un serio examen crítico de aquellos factores estructurales y culturales que pueden favorecer o justificar abusos de poder. Es indispensable elaborar criterios y estándares claros que orienten hacia una renovación tanto espiritual como institucional, de manera duradera, traduciéndolos luego en decisiones y prácticas concretas.
Es urgente poner en marcha una reforma incisiva de las dinámicas de poder dentro de la Iglesia, pues representan condiciones indispensables para hacer creíble y fecunda su misión en el mundo contemporáneo. Si la Iglesia desea ejercer una auténtica autoridad espiritual y moral, tanto en su interior como en la sociedad, debe interrogarse con honestidad sobre el modo en que concibe y practica el poder, revisándolo críticamente y reorganizándolo cuando sea necesario. Debemos preguntarnos: ¿El poder eclesial está realmente al servicio del Evangelio y del Pueblo de Dios? ¿En qué casos corre el riesgo de volverse autorreferencial? ¿Dónde sostiene y dónde obstaculiza la experiencia de la inagotable fuerza creadora de vida que proviene de Dios?
Se hace necesario un renovado sistema de poder eclesial para que el proceso de inculturación en una sociedad democrática y libre, fundada en el Estado de derecho, pueda realizarse con autenticidad. Esto no significa adoptar de modo acrítico las prácticas sociales [16], ya que la Iglesia conserva siempre una misión profética y crítica frente a la sociedad. Sin embargo, en muchos contextos, las dinámicas propias de la democracia ya no logran comprender ni reconocer el modelo de poder vigente en la Iglesia, que corre así el riesgo de aparecer distante e incomprensible.
Se ha desarrollado una teología de la Iglesia, una espiritualidad de la obediencia y una praxis ministerial que vinculan de manera exclusiva el poder a la ordenación, considerándolo sagrado e intangible. De este modo, el poder queda protegido de la crítica, exento de control y carente de mecanismos de participación o distribución.
Dado que la cuestión del poder toca directamente aspectos estructurales como la separación de poderes, el control de la autoridad y la participación de los miembros, estos temas se vuelven especialmente centrales y requieren atención constante en la vida eclesial.
Es fundamental que la estructura de comunión de la Iglesia se traduzca en formas sociales y jurídicas capaces de impedir relaciones unilaterales de dominio y de garantizar la participación efectiva de todos los miembros, haciéndola vinculante y responsable.
Es preciso introducir un sistema que asegure la separación de poderes, la participación de todos en los procesos decisionales y un control independiente del ejercicio de la autoridad, de forma coherente con la naturaleza de la Iglesia y fundamentado en la dignidad intrínseca de toda persona bautizada.
Es necesario superar la estructura monista de los poderes, en la cual las funciones legislativa, ejecutiva y judicial se concentran exclusivamente en el ministerio del obispo, y a nivel parroquial, toda la autoridad de guía corresponde al párroco. Aunque pueda delegar algunas responsabilidades, el párroco conserva la facultad de revocarlas en cualquier momento, especialmente en caso de conflicto, limitando así la participación y la corresponsabilidad en la comunidad [17].
Se trata de promover un desarrollo duradero y auténtico de la sinodalidad en la Iglesia, asegurando que todos los miembros del Pueblo de Dios puedan ejercer plenamente sus derechos consultivos y decisionales.
Además, es necesario comprometerse en promover una reforma del derecho canónico que traduzca en práctica los principios de equidad, transparencia y control, fundándolos en una verdadera carta eclesiástica de derechos fundamentales de los fieles.
La responsabilidad se desarrolla en la medida en que cada uno está realmente implicado en los procesos decisionales. Por eso, también las estructuras decisionales de la Iglesia deben estar diseñadas para favorecer la participación activa de los fieles, en fidelidad a la llamada a la libertad que se nos dirige: «Habéis sido llamados a la libertad» (Ga 5,13).
Notas
[1] Francisco, Discurso a la Fundación “Centesimus Annus pro Pontifice” (25 de mayo de 2013).
[2] https://www.settimananews.it/chiesa/abuso-di-potere-e-di-coscienza-nella-chiesa/
[3] Cf Instrumentum laboris de la sesión de octubre de 2023 del Sínodo de los obispos: la sinodalidad como dimensión constitutiva de la Iglesia» (n. 26); «una Iglesia costitutivamente sinodal» (§ B.3.1). Véase también Instrumentum laboris de la sesión de octubre de 2024: sinodalidad como «dimensión constitutiva de la Iglesia» (n. 5), así como el Documento final de la segunda sesión: «la sinodalidad, dimensión constitutiva de la Iglesia, ya es parte de la experiencia de muchas de nuestras comunidades» (n. 12). Se remite, para todos, a R. Luciani – S. Noceti, Sulla via. Una Chiesa tutta sinodale, Queriniana, Brescia 2025.
[4] Cf G. Dallavite, Munus pascendi: autorità e autorevolezza. Leadership e tutela dei diritti dei fedeli nel procedimento di preparazione di un atto amministrativo, Pontificia Università Gregoriana, Roma 2007.
[5] Cf. G. Boni, Il buon governo nella Chiesa. Inidoneità agli uffici e denuncia dei fedeli, Mucchi, Modena 2019.
[6] Cf. M. Del Pozzo, «La nozione giuridico-ontologica di gerarchia», en Annales teologici 27 (2013) 402.
[7] Cf. P. Consorti, Introduzione allo studio del diritto canonico, Giappichelli, Torino 2024, 46.
[8] Cf. can. 135, §1 CIC: «Potestas regiminis distinguitur in legislativam, exsecutivam et iudicialem», que se traduce en castellano como «La potestad de gobierno se divide [¿distingue”] en legislativa, ejecutiva y judicial». Cf P. Consorti, «Il processo sinodale e la divisione dei poteri», en Munera 3 (2022) 25 ss; ID., «Diritto canonico: a che scopo? Ripensare il diritto canonico per riformare la Chiesa», en Il Regno 2 (2022) 3.
[9] N. Doe, Christian Law. Contemporary Principles, Cambridge University Press, Cambridge 2013, 119 habla de «global hierarchical constitution».
[10] Cf. J. Hahn, Potere del diritto, diritto del potere. 78.
[11] E. Castellucci, La Chiesa in Italia e il cammino di riforma, 23 aprile 2021, http://www.teologiacati.it/wordpress/wp-content/uploads/2021/06/Allegato-13.pdf [ultimo accesso: 11 maggio 2025
[12] Cf K. Baier, Il punto di vista morale. Una base razionale per l’etica, Rubbettino, Soveria Mannelli 2018, 36.
[13] F. Lenoir, Francesco. La primavera del Vangelo, Bompiani, Milano 2016, 165-166.
[14] Sobre la dicotomía entre Igñesia-aparato e Iglesia-misterio se remite a las consideraciones de F. Scalia, «Ma di cosa avete paura? Le paure della Chiesa», en Horeb 2 (2011) 53-54.
[15] Commissione Teologica Internazionale, La sinodalità nella vita e nella missione della Chiesa, Roma 2018, 65.
[16] Cf. Francisco, Carta al pueblo de Dios que peregrina en Alemania (29 de junio de 2019), n. 7.2.
[17] L. M. Guzzo, «Anatomia del potere nella Chiesa cattolica», en Rassegna di teologia 66 (2025), 149-164.
https://www.settimananews.it/chiesa/il-potere-nella-chiesa
29 ottobre 2025