Lorenzo Prezzi, scj
El formato
Firmada el 4 de octubre y publicada el 9 de octubre, la exhortación apostólica Dilexi te es la última palabra de Francisco y la primera de León. Además del título, que remite a la encíclica Dilexit nos sobre el culto al Sagrado Corazón, la continuidad es relevante por el tema y el contenido: «el amor hacia los pobres».
Retomar la opción por los pobres del predecesor constituye un signo claro de la voluntad y la orientación del papa. «Habiendo recibido este proyecto como una herencia, me alegra hacerlo mío –añadiendo algunas reflexiones– y proponerlo nuevamente al inicio de mi pontificado, compartiendo el deseo del amado predecesor de que todos los cristianos puedan percibir el fuerte vínculo que existe entre el amor de Cristo y el llamado a hacernos cercanos a los pobres» (n. 3).
El texto consta de 42 páginas, 121 números y 5 capítulos con los siguientes títulos: «Unas palabras indispensables»; «Dios elige a los pobres»; «Una Iglesia para los pobres»; «Una historia que continúa»; «Un desafío permanente».
La decisión de retomar o no un borrador del predecesor ha tenido variaciones. Pío XII dejó en un cajón una primera redacción de una encíclica de Pío XI contra el racismo, el antisemitismo y el totalitarismo del nazismo alemán, con el título provisional Humani generis unitas. Preparada por algunos jesuitas (John LaFarge, Gustav Grunlach, Gustave Desbuquois), el documento no se convirtió en magisterio debido a la posición que el papa Pacelli elaboró frente a los totalitarismos de su tiempo.
En cambio, el papa Francisco hizo suyo el borrador de la encíclica Lumen fidei, que habría sido la cuarta del pontificado de Ratzinger después de aquellas dedicadas a la doctrina social, y respectivamente, a la caridad y la esperanza. Una continuidad que luego se confrontó con significativos elementos de discontinuidad claramente expresados en Evangelii gaudium, su documento programático.
El papa León califica el texto como «exhortación apostólica», y como buen jurista, tiende a distinguirla de la forma más autoritativa de la encíclica, a la que confiará su orientación de gobierno. Sin embargo, la continuidad en los temas de fondo, a partir de la opción preferencial por los pobres, parece indicar que Dilexi te constituirá una premisa coherente con las orientaciones posteriores.
Llamada al testimonio
La centralidad de los pobres en el anuncio y la praxis cristiana vuelve con fuerza en muchos pasajes de la exhortación. Con la encarnación de Jesús se puede «hablar teológicamente de una opción preferencial por parte de Dios hacia los pobres» (n. 16). Toda la Escritura da testimonio de ello. «Es innegable que el primado de Dios en la enseñanza de Jesús se acompaña de otro punto firme: no se puede amar a Dios sin extender el propio amor a los pobres» (n. 26). «Es necesario afirmar sin rodeos que existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres» (n. 36).
No es solo una cuestión social; es un punto central de la naturaleza cristocéntrica de la doctrina cristiana (n. 84). En efecto, «la opción preferencial por los pobres por parte de la Iglesia está inscrita en la fe cristológica que llevó a Dios a hacerse pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza» (n. 99). «La realidad es que los pobres, para los cristianos, no son una categoría sociológica, sino la misma carne de Cristo» (n. 110). «No estamos en el horizonte de la beneficencia, sino de la revelación: el contacto con quienes no tienen poder ni grandeza es un modo fundamental de encuentro con el Señor de la historia» (n. 5).
La pobreza tiene muchas formas y especificaciones. Sus manifestaciones cambian a lo largo de la historia y la respuesta siempre quedará por debajo de las necesidades. Pero para la Iglesia es una cuestión de fidelidad al Evangelio. «El hecho de que el ejercicio de la caridad sea despreciado o ridiculizado, como si se tratara de la obsesión de algunos y no del núcleo ardiente de la misión eclesial, me hace pensar que siempre es necesario volver a leer el Evangelio para no correr el riesgo de sustituirlo con la mentalidad mundana» (n. 15).
Aquí se encuentra también una respuesta autorizada a las declaraciones del vicepresidente de EE.UU., el católico JD Vance, quien había recurrido a la doctrina agustiniana del Ordo amoris para justificar como «visión cristiana» la agresiva cancelación o suspensión de casi todos los programas de ayuda exterior y las deportaciones de inmigrantes ilegales por parte de la administración Trump. Ya desde enero de 2025, el entonces cardenal Prevost había intervenido, con la autoridad del estudioso de Agustín, para refutar esta pretensión, a la que el papa Francisco se opondrá en su carta a los obispos de Estados Unidos (10 de febrero de 2025).
La atención a los pobres es además condición de toda posible reforma de la Iglesia: «Estoy convencido de que la opción prioritaria por los pobres genera una renovación extraordinaria tanto en la Iglesia como en la sociedad, cuando somos capaces de liberarnos de la autorreferencialidad y logramos escuchar su clamor» (n. 7).
Resuena con fuerza la advertencia a aquellas sensibilidades religiosas que pretenden ignorar el servicio a los pobres: «A veces se encuentra en algunos movimientos o grupos cristianos la carencia o incluso la ausencia del compromiso por el bien común de la sociedad y, en particular, por la defensa y la promoción de los más débiles y desfavorecidos. A este propósito, es necesario recordar que la religión, especialmente la cristiana, no puede limitarse al ámbito privado, como si los fieles no debieran tener también en cuenta los problemas que conciernen a la sociedad civil y a los acontecimientos que afectan a los ciudadanos» (n. 112). Se trata de auténtica mundanidad disimulada bajo prácticas religiosas.
Una denuncia del sistema solo indirecta
En comparación con la abierta confrontación con el sistema neoliberal y tecnocrático presente en el magisterio de Francisco, la palabra de León se detiene antes. En el esfuerzo por evitar fracturas y enfrentamientos, se observa un paso atrás basado en la convicción de que la eficacia del testimonio puede superar las rigideces ideológicas y los prejuicios infundados.
Pero la denuncia está lejos de ser tenue. La acumulación de riqueza, el éxito social y el aislamiento defensivo de unos pocos privilegiados son contrarios al Evangelio (n. 11). «Ha aumentado la riqueza, pero sin equidad, y así lo que sucede es que nacen nuevas pobrezas» (n. 13). La pobreza no es una elección ni un destino. Es una cuestión estructural. «Por tanto, es necesario continuar denunciando la dictadura de una economía que mata y reconocer que, mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se sitúan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz. Este desequilibrio procede de ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera. Por ello, niegan el derecho de control de los Estados, encargados de velar por la tutela del bien común. Se instaura una nueva tiranía invisible, a veces virtual, que impone de manera unilateral e implacable sus leyes y sus reglas» (n. 92).
No es aceptable que ante las necesidades de los pobres la respuesta sea relegarlas a un futuro indeterminado, sin actuar ahora sobre las «estructuras de pecado». «Se presenta como la opción razonable organizar la economía exigiendo sacrificios al pueblo, para alcanzar ciertos objetivos que interesan a los poderosos» (n. 93).
Los derechos fundamentales no son negociables. La atención a los sectores menos protegidos y su protagonismo son condiciones para un desarrollo social auténtico y para un verdadero enriquecimiento humano de todos.
La historia ininterrumpida
En la exhortación hay una atención singular a la vida consagrada y a la recuperación de algunas dimensiones tradicionales del servicio a los pobres. La reconstrucción de la historia del cuidado de los pobres por parte de la Iglesia parte de los textos bíblicos (Antiguo y Nuevo Testamento) y de los Padres de la Iglesia (Ignacio de Antioquía, Justino, Crisóstomo, Agustín, etc.), y luego se desarrolla a través de los fundadores de monasterios y de la vida religiosa: de Basilio a Benito, de Casiano a Camilo de Lelis, de las hermanas vicentinas a las hospitalarias, de los mercedarios a los trinitarios, de Francisco y Clara a Domingo, de Calasanzio a La Salle, de Don Bosco a Rosmini, de Scalabrini a Cabrini.
Es una cascada de nombres, familias religiosas y nuevas obras (pobres, enfermos, esclavos, ignorantes, migrantes, refugiados, etc.) que componen juntos el tejido de una Iglesia de la caridad que llega hasta hoy: Teresa de Calcuta, Menni, Foucauld, Emmanuelle, Cáritas y los movimientos populares. Una historia conmovedora, quizás demasiado compacta, confiada más a las intuiciones carismáticas que a las estructuras eclesiales.
Para los siglos recientes, se recorre el hilo rojo de la doctrina social, repasando sus principales encíclicas y la constitución conciliar Gaudium et spes. La referencia al célebre discurso de Juan XXIII un mes después de la apertura del Concilio («La Iglesia se presenta tal como es y tal como quiere ser: la Iglesia de todos y particularmente la Iglesia de los pobres») y a la intervención del cardenal Giacomo Lercaro durante la asamblea («El misterio de Cristo en la Iglesia ha sido siempre y es, pero hoy especialmente, el misterio de Cristo en los pobres») muestra las largas raíces de la formación de León.
La ola latinoamericana
Es muy reconocible la deuda del pontífice con su servicio en la Iglesia peruana y en el contexto latinoamericano. Esto aparece en el recuerdo de las grandes asambleas continentales, en particular Medellín (1968), Puebla (1979) y Aparecida (2007): una doctrina creativa «que ha sido bien integrada en el magisterio posterior de la Iglesia» (n. 16).
La mención del martirio de Óscar Romero y el recuerdo de la pastoral urbana se acompañan con la valoración de los movimientos populares, típica del papa Francisco. También el llamado al contacto, encuentro e identificación en el gesto de la limosna como fuente de alimentación de la pietas en la vida social remite a esa raíz. «Sin gestos personales, frecuentes y sentidos, será la ruina de nuestros sueños más preciosos. Por esta simple razón, como cristianos no renunciamos a la limosna» (n. 119).