Los últimos días del pontificado de Francisco y los primeros de León XIV fueron experiencias emotivas para todos nosotros. Muchos se han esforzado por destacar el legado de Francisco. Los comentaristas han evidenciado su compromiso con un mundo fraterno, su preocupación por el medio ambiente, la dimensión sinodal de la Iglesia y su atención a los pobres y marginados. Todas cosas sacrosantas, por supuesto. Pero hay algo que me parece más fundamental, y que la escritora italiana Susanna Tamaro ha subrayado con acierto.
En un artículo publicado en el periódico más prestigioso de Italia, Tamaro -autora del bestseller en Italia Va’ dove ti porta il cuore– identifica el legado más preciado de Francisco con la encíclica Dilexit nos. Señala que, a diferencia de las encíclicas Laudato si’ (2015) y Fratelli tutti (2020), ha habido un silencio mediático sobre Dilexit nos. Quizá porque esta encíclica toca el tema decisivo de nuestro tiempo: la pérdida del corazón (con c minúscula) y la necesidad de volver, en palabras del propio Tamaro, a ese «Corazón (con c mayúscula) que no se puede manipular».
También porque, publicada pocos meses antes de su muerte, la encíclica Dilexit nos de Francisco parece ser su testamento. En este sentido, podríamos aplicarle las palabras del padre Dehon: «Os dejo el más maravilloso de los tesoros: el Corazón de Jesús».
En mi informe, tras una breve introducción al documento, me preguntaré en primer lugar cuál es la importancia de la devoción al Sagrado Corazón y, a continuación, por qué esta devoción sigue hablando a nuestros tiempos y a nuestras sociedades.
Breve introducción a Dilexit nos
Como sabemos, el magisterio de los pontífices del siglo XX prestó una atención constante a la devoción al Sagrado Corazón. Pío XI dedicó la encíclica Miserentissimus Redemptor (1928) a este tema, afirmando que la devoción al Sagrado Corazón es «la suma de toda religión y, por tanto, el modelo de la vida más perfecta». En 1956, Pío XII escribió Haurietis aquas, en la que se afirma que honrar al Sagrado Corazón es «la más alta expresión de la piedad cristiana».
Hay que tener en cuenta, sin embargo, que estas afirmaciones se hicieron en un momento en que esta devoción, que es sin duda la devoción típica de la edad moderna, atravesaba una crisis que más tarde aparecería, en muchos aspectos, como irreversible. Esta crisis fue motivada tanto por razones internas a la propia devoción -su lenguaje e iconografía, sus fundamentos bíblicos, dogmáticos y litúrgicos- como por una secularización gradual que condujo a un creciente malestar con las prácticas devocionales de siglos pasados. A pesar de los esfuerzos posteriores al Vaticano II por profundizar en la teología y actualizar la devoción, no se ha producido una inversión decisiva de esta tendencia.
Por eso sorprende que, en un momento en que esta devoción parece bastante marginal, al menos en Occidente, Francisco vuelva a proponerla con autoridad. En perfecta continuidad con sus predecesores, la ve como una «síntesis» del Evangelio: «Allí encontramos la totalidad del Evangelio, allí encontramos la verdad en la que creemos, allí encontramos lo que adoramos y buscamos en la fe, allí encontramos lo que más necesitamos» (Dilexit nos, 89). Me gustaría subrayar estas últimas palabras: «lo que más necesitamos». No sólo se reafirma el sentido de esta devoción, sino que se reconoce con autoridad su actualidad, casi su urgencia. Veremos entonces cómo Dilexit nos, al igual que Haurietis aquas, ve en la devoción al Sagrado Corazón un remedio y una salvación para los males de la actualidad.
La encíclica es un texto literario compuesto. Las fuentes son diversas: por ejemplo, en el primer capítulo (uno de los más originales y frescos), el Papa declara haberse inspirado en las notas de su cohermano el padre Fares; el segundo capítulo es una meditación bíblica; los demás capítulos parecen más escolásticos y, en algunos lugares, más secos. Además de la Biblia y las reflexiones de los teólogos, la encíclica recurre ampliamente al magisterio de los santos (de Ignacio de Loyola a Teresa de Lisieux, de Margarita María Alacoque a Carlos de Foucauld). Tampoco faltan referencias a la literatura (Dostoievski, por ejemplo) y a filósofos contemporáneos (Heidegger, Han). El estilo del documento también varía: alterna la argumentación teológica con el tono homilético, las referencias a grandes acontecimientos históricos como las guerras, a experiencias más íntimas como el llanto de las abuelas (nº 22), o ejemplos más familiares como las galletas llamadas «mentiras» porque no llevan nada (nº 7). Esta alternancia de estilo, así como cierta repetitividad y extensión, no siempre facilitan la lectura. Más de un lector señaló la pesadez del texto, a veces incluso cierta yuxtaposición de los materiales utilizados. Lo que para unos es creatividad, para otros puede ser confusión.
Más allá del juicio sobre el «estilo» de la encíclica, el hecho es que el Magisterio se acerca a una devoción y no sólo la considera positivamente, sino que la propone con autoridad a toda la Iglesia y, de hecho, a la humanidad. Sabemos que en el pasado, cuando esta devoción tomó su forma moderna, hubo tensiones y resistencias: el Magisterio fue muy cauto a la hora de alentar e incluso autorizar la devoción.
Dilexit nos, en cambio, contempla esta devoción con asombro y gratitud. Propone un itinerario de comprensión que podría resumirse en tres etapas: del corazón (humano) al Sagrado Corazón (1-2 cap.); de la devoción a la teología (3 cap.); de la experiencia personal a la dimensión social (4-5 cap.).
No seguiré con detalle estos tres itinerarios, sino que me centraré en dos cuestiones fundamentales. La primera se refiere a la devoción. ¿Por qué se propone la devoción con tanta insistencia? ¿Qué puede decirnos hoy la devoción al Sagrado Corazón? La segunda cuestión se refiere a la sociedad contemporánea, es decir, a la pertinencia de esa devoción en el contexto social y cultural en que vivimos.
El sentido actual de la devoción
Así pues, la primera pregunta que debemos hacernos se refiere al significado de la devoción en la actualidad. ¿Qué es la devoción y cómo podemos definirla? Según Tomás de Aquino, la devoción es una actitud interior que implica una disposición a entregarse generosa y fácilmente a Dios. Esta actitud interior se realiza concretamente a través de las devociones, que son prácticas que encarnan esta actitud. El concepto de devoción implica un entretejido de disposición interior y práctica exterior: cada dimensión se refiere y apoya a la otra.
La devoción da expresión concreta a la fe y guía su práctica en relación con Dios. El concepto de práctica es fundamental porque nuestra vida cotidiana está moldeada por nuestras prácticas, que construyen nuestra identidad. Al hacer ciertas cosas, nos convertimos en alguien, en cierto sentido. Pascal lo entendió así en un famoso pensamiento en el que afirmaba que, para creer, primero hay que intentar hacer cosas, como tomar agua bendita, hacer decir misas, etc. (Pensée, 164 = 233). La devoción sirve de práctica unificadora. El objetivo de esta práctica es modelar la vida cotidiana y la experiencia espiritual según el objeto de la devoción, que en este caso es el Corazón de Cristo.
Según Dei Verbum, uno de los modos en que crece la comprensión de la fe es a través de la «comprensión interior de las realidades espirituales» (n. 8) que experimentan los creyentes. Aquí es precisamente donde entra la devoción: la experiencia de las cosas espirituales. La devoción no nace sólo de la teología, es decir, de un conjunto de verdades teológicas abstractas que sólo se ponen en práctica después. La devoción no es una mera cobertura o aplicación de la teología. No debemos pensar que primero hay una teología «clara y distinta» y luego una devoción que la traduce en imágenes y prácticas. En realidad, la devoción nace de la experiencia, de una especie de connaturalidad espiritual o intuición.
La devoción al Sagrado Corazón, con su compleja historia y las diversas figuras que se refieren a ella, procede sin duda de la «inteligencia interior de las realidades espirituales». En una época en que la teología se separaba cada vez más de esta experiencia y acentuaba su perfil académico y racional, la devoción proporcionaba un tipo diferente de acceso a Dios. Un acceso que eludía la excesiva prudencia del lenguaje teológico, su abstracción y la tentación de encerrar a Dios en esquemas tranquilizadores.
El padre Dehon vive precisamente en este contexto teológico, dominado por el rigor, pero también por la frialdad de la neoescolástica. Y veía la devoción precisamente como la posibilidad de acceder al mundo de Dios de un modo distinto, diferente. La condición para este acceso ya no es la razón, sino, como ha señalado acertadamente Marcello Neri (Giustizia della misericordia, p. 56ss), la confianza. En la última meditación de la primera Couronne d’amour, Dehon escribe: «Sí, es la confianza la que nos salvará, es la confianza la que nos conducirá a la vida interior, a la contemplación; es la confianza la que nos hará perfectos haciéndonos olvidar de nosotros mismos; pues quien tiene poca o ninguna confianza en el Sagrado Corazón, excede en confianza para consigo mismo […]. Probemos y veamos cuán bueno es el Corazón de Jesús, y nuestra confianza, como nuestro amor, será ilimitada» (CAM 1/268). Se contraponen aquí, pues, de manera sapiencial, dos tipos de confianza (cf. Sal 1): la confianza en uno mismo y la confianza en el Corazón de Jesús, que produce el olvido de uno mismo y conduce a la vida interior.
Volvamos al concepto de devoción. Hemos visto cómo la devoción actúa como una instancia crítica hacia la teología, sus pretensiones, sus esquemas, su exceso de confianza. Dilexit nos lo reconoce explícitamente al hacer suyas las palabras del teólogo Olegario González de Cardedal, quien escribe: «por influencia del pensamiento griego, la teología ha relegado durante mucho tiempo el cuerpo y los sentimientos al mundo de lo prehumano, de lo infrahumano o tentador de lo verdaderamente humano. Pero lo que la teología no pudo resolver en teoría lo resolvió en la práctica la espiritualidad. La espiritualidad y la religiosidad popular han mantenido viva la relación con los aspectos somáticos, psicológicos e históricos de Jesús. El Vía Crucis, la devoción a las llagas, la espiritualidad de la Preciosa Sangre, la devoción al Corazón de Jesús, las prácticas eucarísticas […]. Todo esto ha suplido las carencias de la teología alimentando la imaginación y el corazón, el amor y la ternura por Cristo, la esperanza y la memoria, el deseo y la nostalgia. La razón y la lógica han tomado otros caminos» (n. 63).
Esto es cierto, pero también hay que decir que es tarea de la teología dedicarse al discernimiento crítico de la forma devocional, poniendo de relieve sus potencialidades y sus limitaciones. Si una devoción, entendida en sentido objetivo e histórico, es auténtica, es capaz de transmitir una auténtica devoción a Dios, una devotio. De ahí la necesidad de discernir constantemente si una determinada devoción es adecuada o no para este fin: ésta es la tarea de la teología y del Magisterio eclesial.
En este sentido, Dilexit nos realiza repetidamente una especie de «hermenéutica de la tradición», con el objetivo de distinguir lo que es el núcleo permanente de la devoción al Sagrado Corazón de sus formas históricas y, por tanto, transitorias. Lo hace en relación con las imágenes del Sagrado Corazón, que a veces pueden parecer «poco atractivas y que invitan poco al amor y a la oración» (n. 57), o en relación con las visiones místicas y las revelaciones privadas, que no estamos obligados a creer (n. 83), o también en relación con ciertas prácticas, como la hora de adoración de los jueves, que no son estrictamente obligatorias (n. 85).
En resumen, aunque las prácticas devocionales pueden y deben encontrar expresiones adaptadas a los tiempos, la devoción expresa el núcleo permanente que hay que redescubrir y alimentar constantemente. En este sentido, debemos volver siempre al centro. Este centro está constituido por un símbolo -el Corazón del Salvador- que ha sido representado e interpretado de muy diversas maneras a lo largo de la historia. Este elemento simbólico no puede dejarse de lado reduciéndolo inmediatamente al amor al que se refiere. Debe mantenerse en su densidad de símbolo. Y el símbolo, dice Ricoeur, nos da que pensar. Con esta máxima tantas veces citada, Ricoeur trata de afirmar básicamente dos cosas: «el símbolo da; no estoy planteando el sentido, es el símbolo el que da el sentido; pero lo que da es algo que pensar, algo que pensar. A partir de la donación, la posición» (Le symbole donne à penser). Así pues, el Sagrado Corazón nos da algo en qué pensar. También hoy necesitamos una alianza entre la experiencia de las cosas espirituales y la inteligencia de la fe.
Pero el símbolo en el corazón de la devoción al Sagrado Corazón no es sólo un símbolo. Es un corazón de carne, un «símbolo real», como diría Rahner. Contra todo espiritualismo incorpóreo, se refiere a un corazón de carne. Karl Rahner subraya que la palabra «corazón» es una palabra original (Urwort) que expresa la unidad y la totalidad del hombre, su centro más íntimo. En el corazón convergen todos los aspectos, facultades y dimensiones que componen al hombre. También añade que esta palabra no significa inmediatamente amor. Sólo a través del contacto con el corazón del Salvador tiene el hombre la impensable experiencia del amor como su centro mismo, su vocación original, su destino último.
La devoción al Sagrado Corazón encuentra su coherencia y verificación últimas en su «objeto», el corazón de Jesús. Evidentemente, este objeto no ha sido inventado por la devoción, ya que la referencia a la humanidad de Jesús y al misterio de su amor forma parte de la esencia misma del cristianismo. La devoción tiene el mérito histórico de haber acentuado este aspecto, haciendo de él la piedra angular, la síntesis, de la experiencia espiritual cristiana. Al mismo tiempo, tiene el deber de medirse continuamente con este objeto, para corresponder a su verdad.
El Corazón de Jesús se refiere siempre a la persona de Jesús; nunca está desligado de Él. Por consiguiente, no es un símbolo del amor en general, sino un símbolo de ese amor concreto, histórico, que Jesús de Nazaret manifestó en su singular libertad. Al mismo tiempo, es una apertura al corazón de Dios, un símbolo del misterio de este Dios que es ágape (1Jn 4, 8). En el corazón de Jesús convergen singularidad y universalidad. Es «este» corazón, el corazón del hombre Jesús de Nazaret, y, al mismo tiempo, el «corazón del mundo», que está hecho en él, por él y para él (Col 1,15-20). Es el corazón que manifiesta la verdad del corazón del hombre y al mismo tiempo la verdad del corazón de Dios, la verdad de Dios como corazón.
Se escribe en Dilexit nos, citando las palabras de Benedicto XVI: «Desde el horizonte infinito de su amor, Dios quiso entrar en los límites de la historia y de la condición humana, asumiendo un cuerpo y un corazón; para que podamos contemplar y encontrar lo infinito en lo finito, el Misterio invisible e inefable en el Corazón humano de Jesús, el Nazareno» (n. 64).
La pertinencia de la devoción al Sagrado Corazón para nuestras sociedades
Llegamos ahora a la segunda cuestión, a saber, la relevancia de la devoción para el tiempo y la sociedad actuales.
Ya en lo que se ha dicho, queda patente el carácter «sintético» de esta devoción. Es una práctica que permite vincular la dimensión sensible a la dimensión espiritual, el affectus al logos. El cardenal Tolentino de Mendoça afirma que una espiritualidad basada en el Sagrado Corazón permite desarrollar «una nueva gramática espiritual capaz de conciliar concretamente los elementos que la cultura actual considera a menudo incompatibles: razón y sensibilidad, eficacia y afecto, individualidad y compromiso social, administración y compasión, espiritualidad y cuerpo, derecho y corazón» (Redescubrir el lugar del Corazón, p. 324).
Esta síntesis entre elementos potencialmente conflictivos es particularmente valiosa hoy en día cuando se trata de la separación entre la vida individual y los vínculos sociales. Si lo pensamos bien, desde las revelaciones a santa Margarita María Alacoque, la devoción al Sagrado Corazón ha sido la historia de un complejo entrelazamiento de lo público y lo privado, el mundo interior y la esfera social. Durante mucho tiempo, la devoción al Sagrado Corazón estuvo acompañada del ideal de una restauración de la realeza de Cristo en el mundo: el llamado «reinado social de Cristo», a menudo interpretado de forma reaccionaria.
Evidentemente, no podemos soñar con una nueva cruzada antimoderna, como ocurre en ciertos sectores de la Iglesia actual. Sin embargo, no debemos perder el vínculo entre la esfera interior y la esfera pública que establece la devoción al Sagrado Corazón. Debemos ser capaces de valorar la repercusión social que puede tener la devoción. Al mismo tiempo, debemos considerar que la praxis social necesita explotar el potencial de la fe. En otras palabras, la devoción debe ayudar a superar una especie de esquizofrenia de la fe, en la que el creyente vive en dos mundos separados: el mundo privado y cálido de la fe percibida como consuelo, y el mundo público y frío en el que la fe se deja de lado y actuamos según una lógica puramente mundana.
La interioridad modelada por la devoción al Sagrado Corazón es intrínsecamente abierta. Centrada en el amor, sólo puede referirse a los demás y, por tanto, a la sociedad. Es más, la idea de sociedad que promueve esta devoción sólo puede estar centrada en el respeto integral a la persona y en el vínculo de solidaridad que une a todos los hombres. El amor, contenido de la devoción al Sagrado Corazón, reclama una forma política. Es una fuerza de edificación social. El programa social del cristiano -dijo Benedicto XVI- es «un corazón que ve» (Deus caritas est, n. 31b).
Temas como el bien común, la gratuidad de las relaciones, la búsqueda de una economía justa y solidaria, el humanismo frente a la tecnología, la práctica de la justicia reparadora, están en sintonía con la práctica de la devoción al Sagrado Corazón. Su potencial crítico es igualmente decisivo: contra la reducción mercantil o tecnocrática de la persona, que niega su interioridad y transforma el cuerpo en una especie de material moldeable sin referencia al espíritu; contra la privatización del yo, que niega la dimensión social del ser humano. Necesitamos, pues, una forma de devoción que no gire sobre sí misma, que no se reduzca a una serie de prácticas desvinculadas de la vida, sino que sea capaz de configurar la experiencia del individuo y su acción social.
La encíclica Dilexit nos aporta algunos elementos que apuntan en esta dirección. Nuestra sociedad corre el peligro de perder su corazón. Esto se afirma muy explícitamente en el nº 17, que recuerda el individualismo que fragmenta el vínculo social y encierra al individuo en sí mismo: «El anti-corazón es una sociedad cada vez más dominada por el narcisismo y la autorreferencia. Llegamos a la “pérdida del deseo”, porque el otro desaparece del horizonte y nos encerramos en nuestro egoísmo, incapaces de relaciones sanas. En consecuencia, nos volvemos incapaces de acoger a Dios».
Este breve pasaje ofrece tres valiosas ideas. En primer lugar, la idea de que lo que domina nuestra sociedad es el narcisismo, es decir, la mirada obsesiva sobre uno mismo. El teólogo italiano Pierangelo Sequeri ha escrito: «En la posmodernidad, ya no es Prometeo el primer santo del calendario irreligioso, como quería Marx. Tampoco es Dioniso, como quería Nietzsche. Es Narciso» (Contro gli idoli postmoderni, p. 74). Lo segundo que se dice es que la dominación del narcisismo conduce a la pérdida del deseo. ¿Cómo es esto posible, si es cierto que hoy podemos satisfacer tantos deseos que antes no podíamos? El hecho es que hoy satisfacemos deseos «encogidos», como «objetos de consumo», que nos impulsan a querer más y más y a no estar nunca satisfechos con lo que hemos conseguido. Por último, este número sostiene que esta dinámica está determinada por nuestro encierro en nosotros mismos, que también obstaculiza nuestro encuentro con Dios. Si no sabemos abrirnos al otro (con o minúscula), ¿cómo sabremos abrirnos al Otro (con o mayúscula)?
Otro análisis interesante de la situación antropológica contemporánea se ofrece en el nº 9 de la encíclica, donde se citan las palabras de Juan Pablo II: «En la sociedad actual, el ser humano corre el “riesgo de perder el centro, el centro de sí mismo”. “El hombre contemporáneo se encuentra a menudo perturbado, dividido, casi privado de un principio interior que crea unidad y armonía en su ser y en sus acciones. Desgraciadamente, los modelos de comportamiento generalizados amplifican su dimensión racional y tecnológica, o a la inversa, su dimensión instintiva”. Falta el corazón».
El hombre contemporáneo parece como desdoblado. Por un lado, al menos en la esfera pública, parece privilegiar la dimensión puramente racional: las decisiones y las relaciones se miden con el criterio de la máxima racionalidad. En esta línea, uno de los retos más decisivos es el de la inteligencia artificial (nº 20). Pero, por otra parte, emerge cada vez con más fuerza la dimensión instintiva, constituida por pasiones incontroladas que a menudo desbordan de la esfera privada a las relaciones con los demás e incluso a las relaciones políticas.
A continuación, la encíclica identifica a Nikolai Stavrogin como ejemplo de esta división antropológica. Es un personaje de los Los demonios de Dostoievski que aparece en toda la ambigüedad posible: es un hombre guapo, aristocrático, encantador e inteligente, pero alberga pasiones inconfesables, una indiferencia glacial y una incapacidad para distinguir entre el bien y el mal.
«Falta el corazón», concluye el Papa. Parece que volvemos a escuchar la lección de Pascal, a quien Francisco dedicó una hermosa carta apostólica Sublimitas et miseria hominis en 2023, pero que curiosamente nunca se menciona en la encíclica. Como sabemos, Pascal distingue tres órdenes en los que nos movemos: el orden natural de los cuerpos, el de los espíritus y el de la caridad (J.-L. Marion, Ciò che il cuore vede). Los dos primeros pueden ser estudiados por las ciencias naturales y humanas; el tercer orden sólo puede ser percibido por el corazón. Pero es en este tercer orden, que supera infinitamente a los otros dos, donde podemos y debemos encontrar el sentido profundo de la unidad entre cuerpo y espíritu, entre las pretensiones de la ciencia y lo que hace humano al hombre.
Si nos encontramos en esta situación, la referencia al corazón de Cristo puede ayudarnos de muchas maneras. Me limitaré a señalar tres cuestiones de la encíclica que van en esta dirección, aunque soy consciente de que podrían citarse otras.
El Papa subraya cómo el Corazón de Cristo nos libera de un dualismo: «el de comunidades y pastores que se centran únicamente en actividades externas, reformas estructurales desprovistas de Evangelio, organizaciones obsesivas, proyectos mundanos, reflexiones secularizadas, propuestas que se presentan como recetas que a veces quieren imponerse a todos. El resultado es a menudo un cristianismo que olvida la ternura de la fe, la alegría de la entrega al servicio, el fervor de la misión de persona a persona, la fascinación de la belleza de Cristo, la gratitud apasionada por la amistad que Él ofrece y por el sentido último que da a la vida» (n. 88). Hay aquí una denuncia de un cristianismo reducido a la burocracia, sin implicación personal, yo diría sin «devoción».
Otro aspecto interesante se refiere a un tema caro a nuestra herencia dehoniana. El Papa Francisco ve la reparación como «construir sobre las ruinas». Escribe: «Con Cristo, estamos llamados a construir una nueva civilización del amor sobre las ruinas dejadas en este mundo por nuestro pecado. Esta es la reparación que el Corazón de Cristo espera de nosotros. En medio del desastre dejado por el mal, el Corazón de Cristo quiere nuestra colaboración para reconstruir lo que es bueno y bello» (n. 182).
Por último, he aquí un extracto de la «Conclusión» del documento. El Papa retoma el diagnóstico de los males de nuestro tiempo y vuelve a ver en el Corazón de Cristo el remedio para estos males: «Hoy todo se compra y se paga, y parece que el sentido mismo de la dignidad depende de lo que se puede obtener con el poder del dinero. Tenemos prisa por acumular, consumir y distraernos, prisioneros de un sistema degradante que no nos permite ver más allá de nuestras necesidades inmediatas y mezquinas. El amor de Cristo está fuera de este sistema perverso, y sólo Él puede liberarnos de esta fiebre en la que no hay lugar para el amor gratuito. Él es capaz de dar corazón a esta tierra y de reinventar el amor, allí donde pensamos que la capacidad de amar ha muerto definitivamente» (n. 218).
Algunas palabras de conclusión
En la Bula de convocación del Jubileo, encontramos una discreta pero preciosa referencia al Corazón de Cristo: «La esperanza (…) nace del amor y se funda en el amor que brota del Corazón de Jesús traspasado en la cruz» (Spes non confundit, n. 3). La esperanza está referida al Corazón de Cristo. No se trata sólo de la esperanza individual, sino de la esperanza de todo el pueblo de Dios en su caminar por la historia. La esperanza, que siempre es también comunitaria, no se basa en observaciones sociológicas o en criterios puramente humanos, sino en la certeza del amor del Corazón de Jesús.
También nosotros, como dehonianos, estamos llamados a mirar hacia esta esperanza. Pero también la sociedad actual está llamada a esta esperanza, si no quiere desanimarse por completo.
ZAMBONI, S. (2025): “Le message de l’encyclique Dilexit nos”, in Inter fratres – Informations EUF (2025 – 5-8 mai-août), 14-26