Dehonianos

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Mons. Heiner Wilmer, scj

 

Tras participar en el funeral del papa Francisco, mons. Heiner Wilmer, dehoniano obispo de Hildesheim, escribió el siguiente texto a partir de su homilía en la eucaristía de sufragio celebrada en la catedral de la ciudad. 

Hay palabras que resumen una vida. Hay vidas que, aunque complejas y polifacéticas, logran resumirse en una palabra; cuando esto sucede, tocamos el misterio profundo de una persona: su lucha, su esperanza, su legado. Para el Papa Francisco, esta palabra es misericordia.

Mucho antes de que fuera el centro de su ministerio, la misericordia era para Jorge Mario Bergoglio una experiencia: ser tocados por el latido del corazón de Dios y dejarse tocar por su entrega sin medida.

Fiel a la experiencia de un Dios que es misericordia

Bergoglio se sintió mirado con misericordia por Dios y así es como él, como jesuita, obispo y papa, miró al mundo: amado sin límites por el Dios que se hace cuerpo, carne, historia en la vida de Jesús. Cuando eres tocado por la misericordia de Dios, entra en tus huesos, se hace uno con tu existencia. Así fue con el papa Francisco, que permaneció fiel a esta experiencia de Dios incluso cuando tuvo que vestirse de blanco. La solemnidad del ministerio que asumió para la Iglesia y el mundo no disminuyó en absoluto la ternura con la que ese Dios le pedía que mirara y tocara a las personas.

El primer viaje del papa Francisco le llevó a Lampedusa, porque hasta allí le impulsó su ser ministro de un Dios misericordioso. Fue a este lugar, donde el sufrimiento de los refugiados cava heridas visibles en el corazón de Europa. Aquí Francisco puso al desnudo la globalización de la indiferencia, de una lógica mundana que produce descartes de lo humano. Aquí Francisco lanzó su advertencia, destinada a despertar los corazones adormecidos de todos nosotros: “Hemos desaprendido a llorar”.

Francisco no ha desaprendido a llorar: ha llorado por la guerra en Ucrania; por los niños de Gaza; por todos esos fragmentos de la tercera guerra mundial que se están juntando a partir de sus muchas piezas. Ha llorado por la indiferencia de la humanidad. Pero nunca dejó de esperar.

Uno de los nuestros

Cualquiera que lo conociera percibía que era un hombre del pueblo, un hermano; no un soberano. Un obispo de Roma, no un sumo pontífice. Un papa en silla de ruedas con poncho en la basílica de San Pedro, una semana antes de su muerte. Un papa que dio gracias por ser llevado entre la gente, entre su gente, para bendecirla junto con el mundo, el día antes de morir.

Un papa solo, bajo la lluvia, en la plaza de San Pedro, rezando y bendiciendo a los pueblos de la tierra, mientras el mundo estaba paralizado a causa de la pandemia. Aquella tarde, en aquel misterioso vacío, el Papa Francisco no predicó el Evangelio: lo encarnó. Solo. En la tormenta. En un barco que corría peligro de hundirse. Y dijo: “Todos estamos en este barco”.

Ese era su estilo. Simple, accesible, hilarante. Un estilo que tendía puentes, no muros. Para que las muchas zanjas que cavamos entre nosotros se transformaran de lugares de separación en caminos de encuentro.

El programa del papa Francisco era claro, basado en tres pilares: misericordia; fraternidad; paz.

Como Jesús

El papa Francisco veía a la Iglesia como un “hospital de campaña”, un lugar de curación, un puerto al que todos pueden desembarcar aunque sólo sea por un momento. Porque la misericordia no se encierra en palacios, no se deja encerrar en las bellas palabras de libros y documentos, sino que va en busca del hombre herido y de las heridas del hombre. La misericordia es la fe que se deja guiar por el Espíritu, que no sabes de dónde viene ni a dónde va, pero oyes su voz que te ordena seguirla.

Él deseaba una Iglesia así, dócil al Espíritu, errante por los caminos de la vida de las personas y por los precipicios de la historia humana. Por eso insistía una y otra vez en que los sacramentos son para curar, para consolar, para reconciliar; allí donde la brisa del Espíritu sopla suavemente sobre el ser humano herido.

En nombre del Dios que no conoce medida en el amor, abrió de par en par las puertas de la Iglesia incluso a los alejados. En nombre del Dios que genera a la vida, ha abierto una nueva perspectiva para la creación, para el medio ambiente y para la toma de conciencia de que las cuestiones sociales y ecológicas están estrechamente entrelazadas. El grito de los pobres es uno con el de la Madre Tierra.

Como Jesús, también nosotros debemos dejarnos tocar por las preocupaciones y necesidades de la gente. Como Jesús, también nosotros debemos convertirnos en sanadores que curan las heridas de los demás.

Como Jesús, también nosotros debemos estar cerca de los demás, hablarles de corazón a corazón, estar presentes los unos para los otros. Como Jesús, también nosotros debemos ser signos tangibles de la cercanía, la ternura y la valentía de Dios.

Todos hermanos y hermanas

Francisco habló de la “gran familia humana”; y comprometió a las religiones, catolicismo e islam, a ser las células de su edificación global. Como obispo de Roma, instó a los estados europeos a prestar más atención y compromiso a quienes buscan protección abandonando sus lugares de origen.

Leyó la parábola del Buen Samaritano no sólo desde una perspectiva individual, sino también colectiva. No es sólo el individuo el que debe ocuparse de su prójimo tendido, golpeado, al borde del camino; también los pueblos fuertes deben ocuparse de los que están heridos, explotados y oprimidos.

En Venecia dijo: “El poder no está en manos de los grandes de este mundo, sino en el pueblo”. Fue a la cárcel. Lavó los pies a los presos. Hizo construir duchas para los sin techo en la plaza de San Pedro.

Francisco no quiere una Iglesia como institución de poder, sino como comunidad de entrega que se preocupa por todos y por todos, que se preocupa por cada persona. Una Iglesia que no tenga miedo de salir a la calle, de ensuciarse con el barro de la vida humana, que no tenga miedo de salir magullada de los encuentros con la vida real de las personas.

Quería una Iglesia en salida, a la escucha de la voz del Espíritu y despreocupada por el destino al que la conduce – y no una Iglesia que gira sólo en torno a su propio ombligo, cautivada por la imagen especular de sí misma.

Shalom

El papa Francisco nunca ha entendido la paz como un mero ideal, sino como una tarea que nace de lo más profundo, de la obra del Espíritu Santo. Como en el evangelio de hoy, donde a los discípulos atrincherados en una habitación por miedo, Jesús les dice “la paz esté con vosotros”. Repitió varias veces que “el Espíritu es el verdadero protagonista de la Iglesia, nosotros sólo somos instrumentos en sus manos”.

Por eso rezó incansablemente para que el Espíritu nos enseñe a seguir caminos de diálogo, porque la paz no viene de los tratados sino del corazón, de estar uno frente al otro escuchándose, del silencio de la oración.

Cuando caen bombas, cuando los pueblos se desgarran, cuando reina la violencia, según Francisco un pastor no puede permanecer en silencio. El Espíritu de Dios nos empuja a rebelarnos contra la guerra y el odio, nos empuja a resistir a la violencia hasta las últimas consecuencias, nos empuja a comprometernos por la vida en y para el mundo.

Francisco cree en la fuerza suave pero poderosa del Espíritu, portador de una disrupción capaz de derribar todos los muros: los que separan a los pueblos; los que separan a las confesiones; pero también los que hay en nuestros propios corazones.

Para él, la oración por la paz no era una huida del mundo, sino una revolución silenciosa, porque el Espíritu quiere la vida, no la muerte.

Por eso consideraba que la tarea de la Iglesia era ser un lugar de paz, no mediante el poder, sino mediante la misericordia, mediante la obra del Espíritu que reconoce en cada persona la imagen de Dios.

En principio la alegría

Y ahora que su vida entre nosotros ha llegado a su fin, sentimos el deber de fijar nuestra mirada en ese principio misterioso que recorrió toda su vida: la alegría. La alegría que viene del Evangelio y la alegría por el Evangelio.

Mucho se ha hablado estos días del papa Francisco, pero casi todo el mundo ha olvidado esta dimensión fundamental de su fe y de su ministerio como obispo de Roma. Sin embargo, él ha vuelto a ella muchas veces, después de habérnosla hecho saborear con su primera exhortación apostólica Evangelii gaudium.

La alegría no es un sentimiento extemporáneo, sino una disposición fundamental del corazón que ha encontrado el cuerpo de la entrega de Dios, que ha sido tocado por él. Cuando esto sucede, la alegría que te salva la llevas pegada al cuerpo allá donde vayas, como le sucede al leproso curado del evangelio de Marcos.

El Papa Francisco anhelaba una Iglesia cuya fe esté impregnada de arriba abajo de ese misterio de misterios del que habla Chesterton al final de su libro Ortodoxia: “Sin embargo, hay algo que Jesús guardó para sí. Lo digo con reverencia (…). Había algo que ocultaba a todos cuando subía a la montaña a orar. Había algo que ocultaba constantemente mediante silencios repentinos o aislamientos precipitados. Había algo que era demasiado grande para que Dios nos lo mostrara mientras caminaba por nuestra tierra, y a veces he imaginado que era su hilarante alegría”1.

Una Iglesia para el tercer milenio

Esta alegría evangélica de la fe es la fuerza que da forma a una Iglesia sinodal, como una comunidad en la que todos caminan juntos, no como una institución de poder en la que unos pocos deciden desde arriba.

Para el Papa Francisco, el Sínodo no fue sólo un acontecimiento, sino un estilo. El estilo de Jesús: escuchar, discernir, buscar juntos el camino. Ser sinodales significa tomarse en serio, comprender al otro como enviado de Dios y descubrir juntos lo que el Espíritu Santo quiere decirnos hoy.

Es la forma fundamental de la Iglesia, dice Francisco, porque sólo así puede crecer el pueblo de Dios: en la verdad, en la libertad, en la responsabilidad, pero, sobre todo, en la alegría de ser cristianos.

Esto es reconfortante, porque significa que nadie tiene que caminar solo, que la Iglesia puede ser un lugar donde cada voz cuenta y se escucha, cada herida se ve y se alivia. Pero también nos llama a seguir: camina con nosotros. Escucha. No preguntes primero: ¿quién tiene razón? Sino más bien: ¿a dónde nos llama el espíritu, juntos, nunca sin el otro?

***

Ahora el papa Francisco se ha ido. El lunes de Pascua a las 7.35 a.m. En el momento resplandeciente de nuestra fe en la resurrección. Él, el papa de los pobres, de los débiles, de los últimos, de los que nadie quiere: estaban en su casa.

Y el círculo de una vida se cerró en el lugar que amó como ningún otro: Santa Maria Maggiore en Roma. Iba allí antes de cada viaje. Iba allí para encontrar la paz. Para estar con María. Allí rezaba. Allí lloraba. Allí encontraba el consuelo que le confirmaba en la alegría de la fe. Y ahora descansa allí en paz.

1 G.K. Chesterton: Orthodoxy, Christian Classic Ethereal Library, Grand Rapids (MI), 112.

Heiner Wilmer, scj es el autor de este artículo con título original In ricordo di lui publicado el 27 de abril de 2025 en www.settimananews.it/papa/in-ricordo-di-lui/

Amén.

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