Domingo XXXX del Tiempo Ordinario
Qué fina la raya entre la oración y la contemplación de uno mismo o autoreferencialidad. ¡Cuántas veces nos presentamos ante Dios con el bagaje de nuestra propia historia! Una historia llena de méritos, éxitos, logros, adquisiciones, títulos… Todo bien. Todo logro conseguido. Y es que —aunque no seamos creyentes—, necesitamos presentarnos ante el otro —y si somos creyentes ante Dios—, como buenos, y exhibirnos como superiores a los demás. Basta con ver un poco algunos “realities shows” de la TV, como First Dates: ¡Hay que conquistar! Gran Hermano: ¡Soy el mejor! Master Chef o Batalla de Restaurantes: ¡Nadie supera mis platos! ¡Ningún restaurante como el mío! Supervivientes: ¡A mí me deben votar! La voz: ¡Mi tono, mi cadencia, son inigualables! Todos los programas nos llevan a mostrar lo mejor de nosotros mismos. No hay imperfección, fisura o resquicio de falta. Nadie como yo. Un yo que se hace fuerte y se crece si además entra en comparación con los demás.
Tantas veces en nuestra vida no buscamos al otro para hacerle grande o contarle mi historia, sino para hacernos grandes frente a él, minusvalorando a los demás. Necesitamos la comparativa para crecer, para que el otro se fije en mí y me enaltezca, o compadezca o comprenda, en detrimento o menosprecio del otro. ¡Qué pena! Porque hacer esto es de imbéciles. ¿Qué necesidad hay de buscar la aprobación de uno mismo narrando las miserias del otro? ¿No será que me encuentro vacío y necesito vaciar al otro para llenar un poco mi vida? O al menos por unos momentos, mientras mantengo la conversación con el otro.
Y esto en el plano ante los demás o ante el otro. Pero en el plano ante Dios, me puede ocurrir lo mismo. No soy capaz de reconocer la grandeza misteriosa de Dios. No me presento ante Dios, sino que muestro a Dios mis méritos. Y así no reconozco ante él mi propia pequeñez. Buscar a Dios para enumerar ante él nuestras buenas obras y despreciar a los demás es de inmaduros en la fe. Tras nuestra apariencia religiosa, se esconde una gran soberbia y un ateísmo latente. No necesitamos a Dios. Nos valemos nosotros mismos. Yo soy el dios de mí mismo.
O por el contrario…
Si reconozco que ante Dios no puede ocultarme ni engañarle. Si me presento ante él con mis virtudes y mis defectos. Si a Dios no puedo ofrecerle nada, porque sé que posee todo; pero sí que de Él solo espero recibir su perdón y su misericordia, entonces, es Dios el que se inclina hacia mí y me levanta. Es Dios el que me lleva de la mano como hijo y me introduce en el banquete.
Entonces…
Mi modo de presentarme ante Dios es mi modo de concebir a Dios y relacionarme con Él. El Fariseo concibe un Dios legalista, todopoderoso, imponente y observante. El Publicano cree en un Dios cercano, que se complace en el pequeño y enaltece al humilde. Que todo es recibido de Dios. Y que él es un siervo que necesita siempre de su mano para no extraviarse. ¡El peligro es considerarnos hechos en la fe!