¿Qué he de hacer, Señor?
La pregunta sigue intacta a lo largo de los siglos y generaciones. Pasan las ideas y las modas, pero el interrogante existencial permanece: ¿Qué he de hacer, Señor? ¿Qué tengo que hacer para que mi vida funcione?
Es la misma pregunta que aquel maestro de la ley malintencionado te dirigió, queriendo ponerte a prueba y justificarse. Una pregunta que puede convertirse en excusa o en exigencia: “Dime qué tengo que hacer para heredar la vida eterna”. Como si se tratara de un derecho adquirido. Como si la vida eterna fuera una herencia que nos corresponde por defecto.
Así vivimos muchos cristianos: pidiendo y exigiendo. Preguntando por el mínimo esfuerzo necesario para “ganar” lo que ya creemos nuestro. Pero esta actitud está muy lejos de tu gratuidad, Señor, y más aún de tu corazón de Padre.
Durante mucho tiempo hemos entendido tus mandamientos desde la exigencia de la palabra “todo”: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas”. Como si, dado que tu herencia es grande, el esfuerzo tuviera que ser total, perfecto, infalible.
Pero hoy me fijo en el posesivo: tu corazón, tu alma, tus fuerzas. Lo que tú deseas es que te amemos como somos, con lo que somos. Con nuestro corazón herido, nuestras fuerzas limitadas, nuestra alma contradictoria. Con nuestras virtudes, pero también con nuestras manías, fracasos y miedos.
Tú no quieres el todo perfecto. Tú nos quieres totalmente, y eso es distinto.
Así lo dice el Deuteronomio: “Este precepto no excede tus fuerzas ni es inalcanzable… está muy cerca de ti, en tu corazón y en tu boca”. No buscas héroes, sino corazones entregados. Como afirma el Salmo 68: “Yo soy un pobre malherido. ¡Que tu salvación me levante!”
Nos empeñamos en darlo todo o en no dar nada, pensando que así te complacemos o que nunca estaremos a la altura. Pero nada es nuestro si no fue tuyo primero.
Por eso, lo único que nos queda es buscarte, como el pueblo en el desierto, como la Magdalena ante la tumba vacía. Buscarte sin rodeos, sin excusas. Buscarte en el necesitado, en el malherido, en el hermano caído.
Buscarte es entregarse. Es pararse, agacharse, curar, acompañar. Es confiar en que tú ya estás ahí, que nada depende de mí, porque todo ha sido recapitulado en ti. En ti está la plenitud, el sentido, y también el banquete preparado.