El reproche
Marta y María. Acción y contemplación. Enfrentadas.
Así hemos interpretado siempre este episodio en el que una de tus amigas te invita a su casa. Marta quiere complacerte, y por eso se afana en el servicio, porque ha entrado el Maestro en su hogar. Hasta aquí, todo perfecto.
No pasaría nada si Marta no tuviera una hermana. Pero la tiene. Se llama María, es más joven, probablemente apenas una adolescente. María se sienta a tus pies y te escucha atentamente, sin dejar escapar ni una sola de tus palabras.
Y entonces… llega el reproche:
«Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que me ayude».
No te dejas engañar, Señor. No se trata de una injusticia. Ni siquiera se trata de discernir qué es mejor, si la vida contemplativa o la vida activa. Se trata de egos y de ignorancia. Los mismos egos y la misma ignorancia que nos aniquilan hoy, después de 2025 años.
Marta te ha invitado a su casa, pero no te acoge: se empeña en agasajarte, porque eres el Maestro, un personaje al que hay que honrar como se debe. María, sin embargo, reacciona de un modo iconoclasta: le preocupan muy poco las normas de cortesía. Se tira al suelo, de una forma que no era decorosa para una señorita. Una mujer no podía hacer eso delante de un hombre, ni siquiera en su propia casa.
Parece que el reproche no está justificado por un problema laboral ni por la negligencia de María. Se trata de las pretensiones de Marta: quiere dar buena imagen, aunque en ello le vaya la vida. Por eso está nerviosa, estresada, angustiada… Igual que nosotros, ciudadanos del siglo XXI, llenos de cosas que hacer para mantener un estatus, una imagen de nosotros mismos, un prestigio por el que estamos dispuestos a desperdiciar nuestras fuerzas y nuestras vidas.
Cuando está en juego el prestigio y la autoimagen, nos volvemos intransigentes con los demás y nos parece un desacato cualquier gesto de «frivolidad». Por eso el reproche de Marta es tan desabrido. Le parece tan inaceptable lo que hace María que rompe todos los puentes: en vez de llamarla y pedirle ayuda, utiliza al Maestro para que la reprenda. ¡Qué mal estilo! Lo reconozco en mí mismo. Me encantaría que todas las personas con autoridad tiraran de las orejas a quienes, según mi criterio, actúan mal.
Resulta que Marta, que te ha invitado a su casa, ahora quiere utilizarte como juez para que dirimas sus querellas.
Jesús, tú pareces encantado con María y su actitud despreocupada e irreverente. Disfrutas al ver que está cómoda, hasta el punto de que pierde sus modales, como si estuviera tan pendiente de lo que dices que no le importara nada más.
Respondes a Marta con cariño y ternura. Dices su nombre dos veces. No hay reproche. Le llamas la atención exponiendo hechos, no juicios: «Te preocupas y te agitas por muchas cosas». Es como si dijeras: «Me hago cargo de que estás estresada y sobrepasada». Luego abres la puerta para que pueda salir de su propio laberinto: «Hay necesidad de pocas cosas». No hay tantas cosas importantes… ¿A qué le estás dando tanta importancia?
¡Puf! Esa pregunta ha quedado flotando en el aire hasta nuestros días. Mejor, sigues diciendo: «Solo una es importante». María lo ha comprendido desde el principio y ha elegido la mejor parte, y no le será quitada.
¿Qué ha elegido María? ¿Contemplar en vez de hacer? ¿La vida retirada frente a la vida activa?
Marta te ha invitado a casa, pero es María quien te ha recibido como mereces: con todo su ser, con toda su atención, priorizando lo verdaderamente importante, aquello que da sentido a todo lo demás.
El contexto de esta acogida lo da la primera lectura: Abrahán no deja pasar de largo a tres viajeros que iban de camino. Hace como Marta: los invita a su casa y se afana con rapidez y generosidad… ¡igual que Marta!
¿Entonces? ¿Por qué Jesús le recrimina a Marta si hizo lo mismo que Abrahán?
Porque Abrahán no está obligado, no pretende defender ningún prestigio ni guardar las formas. Primero se pone a los pies de los viajeros y les pide que acepten su hospitalidad, sin saber si el gesto le traerá bendición o condena. Una vez que se ha centrado en ellos, entonces se afana.
La parte buena, la de María, ya está cumplida.
¡Venga ahora el ternero cebado, las tortas de harina y la cuajada!
No sé, Señor… Me dejas desconcertado.
Siento que el reproche a Marta hoy se dirige a mí. Sí, a mí. Tan ocupado siempre. Tan pendiente de que los esfuerzos que nos exige la misión estén bien repartidos. Tan indignado porque no llego, porque no aguanto, porque no veo…
Tan nervioso haciendo cosas para que tú te sientas agasajado,
cuando en realidad, lo único que reclamas es ser escuchado.