Quizá sea la petición más valiente, sincera y honesta que los discípulos le hacen a Jesús. No es fácil formularla, pues implica humildad, pequeñez y debilidad. Significa reconocer nuestras propias limitaciones frente a lo que está por venir, y aceptar la fragilidad humana.
Si ubicamos esta petición en su contexto, los discípulos han escuchado a Jesús hablar del perdón sin límites y de la fidelidad al seguimiento, porque —como escuchábamos el domingo pasado— “no se puede servir a dos señores”. Intuyen la dificultad del camino y se aproximan al escándalo de la cruz.
Ante ello, los discípulos se sienten frágiles. Son conscientes de que con sus propias fuerzas no pueden. Necesitan la gracia de Dios, porque no basta con la buena voluntad: es necesaria una fuerza que sostenga. Esa fuerza es la fe.
Como ellos, nosotros debemos descubrir que no hay mayor grandeza que reconocer la propia fragilidad. Que no todo depende de nosotros. Que necesitamos de los demás, y sobre todo de Dios. Abandonarnos en sus manos es la grandeza del hijo que confía en su Padre. Pero para ello hay que fiarse y dar un salto de fe, algo que se vuelve más difícil con los años.
Fe pequeña, pero viva
La súplica “Auméntanos la fe” sigue siendo actual. Puede que nuestra fe sea tan pequeña como un grano de mostaza, pero eso no importa: hay que usar la fe que ya tenemos, aunque parezca insuficiente. En ella descubriremos la grandeza de Dios, no la nuestra.
Fe en los momentos de crisis
Las crisis personales, sociales o espirituales revelan lo que hay en el fondo de cada persona. No son problemas que resolver, sino ocasiones que transforman.
Fe para la acción
La fe auténtica nos equilibra entre la evasión y la acción. No es una fe ciega, sino una confianza activa en el bien. Hacer el bien en tiempos de dificultad es un acto de resistencia y de esperanza. Hoy más que nunca, el mundo necesita cristianos comprometidos en los asuntos comunes, para el bien de todos.
Fe para la oración
Una fe que permanece en la oración, incluso en la duda. Porque la oración no cambia a Dios, sino que nos cambia a nosotros, disponiéndonos a cumplir su voluntad.
¿Tendremos nosotros la osadía de pedir el don de la fe, como hicieron los discípulos?
¿O seguimos creyendo que podemos valernos por nosotros mismos?