Hoy, día de Navidad, celebramos uno de los misterios más grandes de nuestra fe: la Encarnación del Verbo, el nacimiento de nuestro Señor Jesucristo. En este día, la Iglesia nos invita a contemplar a Dios hecho hombre. Quizá hasta aquí no tenemos nada que objetar. Sin embargo, si nos fijamos en ese niño entre pajas, estamos refiriéndonos al eterno que se hace temporal, al infinito que se hace pequeño.
Sería bueno este día recordar la carta de Pablo a los filipenses:
«Cristo Jesús, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, al contrario, se despojó de su rango…» (Fip 2, 6-9).
O recordar el credo que nos regaló el Concilio de Nicea (año 325), en su sabiduría, proclamó con profunda certeza:
«Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre».
Estas palabras no son solo un dogma, sino una luz que nos guía para entender quién es aquel que hoy nace en un humilde pesebre. Jesús no es una criatura creada, ni un ser inferior; Él es la misma esencia divina del Padre, la luz que ilumina toda oscuridad, la vida que vence a la muerte.
San Juan, en el prólogo de su Evangelio, nos revela el misterio con palabras llenas de poesía y verdad:
«En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio con Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de Él, y sin Él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho».
Hoy, ese Verbo eterno, que estaba con Dios y que es Dios, se hace carne y habita entre nosotros.
Todos estos textos referidos a la fiesta de hoy, la Natividad de Jesús, más allá de lo teológico, hay que abrir paso al sentimiento y descubrir que este acto de amor infinito nos muestra que Dios no permanece distante ni inalcanzable, sino que desciende, se acerca, se hace vulnerable por nosotros. En la humildad de un niño envuelto en pañales, en la sencillez de un pesebre, se revela la gloria del Dios verdadero.
Celebrar la Navidad es, entonces, acoger esta verdad: que la luz verdadera ha venido al mundo para iluminar nuestra oscuridad, que el amor de Dios se hizo visible, y que en Jesús encontramos la esperanza, la paz y la salvación.
Que esta celebración nos impulse a abrir nuestro corazón, para recibir a Jesús, y compartir su amor con los demás. A reconocer al Dios hecho hombre y a vivir como testigos de esa luz que no se apaga.