Manlio Graziano
Ucrania, Palestina, Yemen, Irán, Somalia, Sudán, Afganistán, Venezuela, Corea del Norte: el mundo es un mosaico de conflictos y crisis en continua expansión. Pero el interés colectivo por estas tragedias sigue el ritmo sincopado y rápidamente cambiante marcado por las elecciones editoriales de los medios, que privilegian los temas más familiares para el público y son por tanto capaces de captar mejor su atención.
Con el arreciar del «fenómeno» Trump —incapaz de detenerse en un problema específico durante más de unos pocos minutos—, las crisis parecen moverse frenéticamente por el mapamundi como bolas de un pinball, zigzagueando sin lógica y sin conexión entre sí. Así, al público cada vez más aturdido le parece que la amenaza para la paz global proviene cada día de un lugar distinto: un día de Kiev, otro de Gaza, al siguiente de Saná o de Pionyang, y así sucesivamente.
Algunos expertos recuerdan con razón que el peligro puede incubarse en cualquier parte: cuando el asesinato del archiduque Francisco Fernando desencadenó el fatal efecto dominó que daría origen a la Primera Guerra Mundial, pocos habrían sabido señalar Sarajevo en un mapa. Pero aquella conflagración no fue causada por la reyerta de un balcón entre un imperio convertido ya en el fantasma de sí mismo y un pequeño país balcánico con ambiciones desmesuradas; fue el resultado de las tensiones acumuladas en torno al rápido desarrollo de Alemania y su voluntad de desafiar la supremacía británica en los mares.
Como habría dicho Aristóteles, el atentado de Sarajevo fue la causa accidental del conflicto, pero la competencia entre Berlín y Londres fue la causa sustancial.
Centremos pues un momento la atención en la causa sustancial de las crisis actuales, a la que a menudo se presta menos atención porque resulta menos vendible en el mercado mediático —salvo cuando chinos o rusos frotan la lámpara mágica de Corea del Norte para que salga de ella el «genio» Kim Jong-un.
La zona es la del Pacífico occidental, entendida en su acepción más amplia entre las islas Hawai y la costa china. Allí se encuentra el núcleo de las dinámicas internacionales de nuestros días, porque allí se enfrentan directamente las exigencias incompatibles de las dos mayores potencias: la necesidad de Pekín de adquirir mayor libertad de movimiento y mayor control de las rutas marítimas, del Pacífico a África, y la necesidad de los estadounidenses de seguir vigilando un área por la que ya han librado cuatro guerras: contra España en 1898, contra Japón en 1941-1945, y posteriormente en Corea y Vietnam.
Las palabras que pesan
En esta región del mundo, algunas declaraciones pesan a veces mucho más que los golpes de efecto tan apreciados por el circo mediático. Según el contexto, pueden incluso tener un impacto mayor que un conflicto armado en otro lugar, porque producen efectos más profundos y duraderos, aunque no siempre sea fácil percibirlos de inmediato.
Es el caso de las palabras pronunciadas el 7 de noviembre en el Parlamento por la nueva primera ministra japonesa, la señora Sanae Takaichi: un eventual ataque chino a Taiwán, dijo, sería considerado «una situación que amenaza la supervivencia de Japón» y podría desencadenar una respuesta militar por parte de Tokio.
La reacción china, como era de esperar, no tardó en llegar: en primera instancia, el cónsul general en Osaka, Xue Jian, publicó en X una contundente invitación a «cortar el sucio cuello de quien se entromete» en asuntos que no le conciernen.
Luego, ante la indignación de Tokio por aquel comentario «extremadamente inapropiado», Pekín se expresó con todo el ceremonial oficial a través de un portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores, que acusó a Takaichi de «interferir groseramente en los asuntos internos de China».
El contexto del America First
Todo depende del contexto, como se decía.
Un atentado contra el heredero al trono austríaco puede resolverse en una riña de escalera o desencadenar un conflicto mundial: depende del contexto. En este caso, el contexto es el America First, es decir, la retirada de Washington, la abdicación definitiva de su papel de garante de las relaciones internacionales y de las normas que rigen su funcionamiento.
Hasta hoy, Japón había evitado pronunciarse sobre la cuestión de Taiwán, no porque no estuviera preocupado por ella, sino porque existía una tácita división de roles: la seguridad de la región (y por tanto la prosperidad de Japón) estaba garantizada por Estados Unidos, que tenía los medios para disuadir a China de intentos demasiado atrevidos y, al mismo tiempo, evitar que en Tokio volviera a alzarse aquella famosa facción «militarista» con la que se había saldado cuentas entre 1941 y 1945.
Hoy, Estados Unidos muestra que ya no tiene la voluntad —y quizá tampoco los medios— de seguir desempeñando el papel de garante de la seguridad ajena, obligando a los antiguos beneficiarios de esa garantía a revisar de arriba abajo sus presupuestos estratégicos.
El caso del Pacífico occidental es el que más se asemeja al europeo: aunque no existe nada comparable a la OTAN, toda una serie de países de esa área temen perder, más pronto que tarde, la protección de Estados Unidos, garantizada por la presencia de bases y tropas estadounidenses en su territorio.
En la región del Pacífico (excluyendo por tanto el océano Índico), Washington tendría 400 bases militares, 300.000 soldados y el 60% de su flota, según un sitio pacifista. En cuanto al número de bases, las cifras siempre son fluctuantes porque cada uno tiene una idea distinta; según cifras oficiales del Pentágono, las bases permanentes en países terceros (excluyendo las situadas en territorio estadounidense, como Guam y Hawái) serían 41, de las cuales 14 en Japón, 9 en Filipinas y 8 en Corea del Sur. Sobre el número de efectivos, las cifras coinciden aproximadamente.
Este enorme despliegue de fuerzas ha proporcionado hasta ahora una garantía relativa de seguridad a los países interesados.
El problema es que nadie puede saber si los estadounidenses seguirán proporcionándola o, como es más probable, cuándo se marcharán.
Japón y Corea del Sur están expuestos en primera línea a los riesgos de un expansionismo chino. Al mismo tiempo, sin embargo, China representa su socio económico más importante, no solo en términos de relaciones comerciales, sino también y sobre todo de integración regional a través del RCEP, la zona de libre comercio más extensa del mundo, que reúne a los países de la ASEAN y a sus cinco mayores socios: China, Japón, Corea del Sur, Australia y Nueva Zelanda.
Y quizá, algún día, también a través del CPTPP, el tratado comercial transpacífico construido pacientemente por las administraciones Obama precisamente para aislar a China, pero luego abandonado por Donald Trump nada más llegar a la Casa Blanca en 2017 —tratado al que la propia China ha presentado su candidatura.
El CPTPP es un caso de manual de la insensatez estadounidense, que podría reproducirse en las relaciones futuras con Canadá, México, el conjunto de América Latina, Australia, los países del sudeste asiático y, naturalmente, Europa: retirándose de los acuerdos y proyectos comunes con estos países y, además, atacándolos con aranceles comerciales disparatados y otras humillaciones de diverso tipo, Estados Unidos abre de par en par las puertas a la acción de reposicionamiento de China.
A este ritmo, a los dirigentes de Pekín no les quedará más que sentarse en la orilla del río para esperar ver pasar el cadáver de la antigua superpotencia estadounidense. No hemos llegado aún a este punto, obviamente. Japón, Corea del Sur, pero también Vietnam, Australia, Canadá y Europa siguen viendo a China principalmente como una amenaza.
Además, en la región todavía pesa la herencia de la Segunda Guerra Mundial; un «frente común» con Japón, sobre todo ahora que los «halcones» están en el poder en Tokio, debe seguir lidiando con ese pasado que no pasa.
No obstante, el factor más apremiante, para todos, es precisamente el America First, que se perfila cada vez más claramente como un America Alone. Si Estados Unidos se retira, China no dudará en avanzar sus piezas. Podría hacerlo de manera brusca y agresiva, o con movimientos graduales y sigilosos, pero lo hará. Los responsables políticos de la región deben prepararse para cualquier eventualidad.
Cómo reaccionar al America Alone
Las vías posibles, para ellos, son al menos tres. La primera consiste en reforzar su propio arsenal militar, acompañándolo de un lenguaje corrosivo como el adoptado por Sanae Takaichi, llegando incluso a dotarse de un disuasivo nuclear —algo para lo cual Tokio y Seúl están técnicamente preparados.
La segunda es la vía de la «autonomía estratégica», para decirlo en lenguaje político francés, es decir, buscar acuerdos entre quienes se encuentran atrapados entre la retirada estadounidense por un lado y el expansionismo chino por otro.
La tercera consiste, para cada país, en adaptarse a entrar en una gran esfera de influencia china ampliada al Pacífico occidental, en una posición ciertamente subordinada, pero no pasiva.
Estas tres vías no son en absoluto excluyentes entre sí; al contrario: un rearme masivo daría a cada país mayor poder de negociación, tanto en sus relaciones mutuas como para adherirse eventualmente a una gran área bajo liderazgo chino pero desde una posición más fuerte. Por el momento, todas las piezas se mueven simultáneamente, a la espera de ver si en Estados Unidos queda alguien capaz de tomar decisiones.
En Washington, el péndulo de las relaciones con China oscila peligrosamente entre dos extremos: por un lado, la voluntad de acabar de una vez por todas, y por otro, la tentación de alcanzar un acuerdo, quizá también con Moscú, en la ilusión de repartirse el mundo en esferas de influencia.
El llamado «comandante en jefe», además, sin tener la menor idea de lo que está en juego, salta de un extremo al otro según el humor del momento, multiplicando así por un factor n la incertidumbre y el desorden internacional.
En cualquier caso, se llegue a una guerra, a un acuerdo, a un compromiso o, más probablemente, a nada de todo ello, la cuestión de Taiwán seguirá siendo central, porque es la clave del control del Pacífico occidental.
Y es precisamente por eso que la primera ministra japonesa Sanae Takaichi ha puesto el dedo en ese nervio a flor de piel.