Filippo Parmeggiani
Una clave de lectura decisiva: el matrimonio es un camino, no un punto de llegada; una forma de la presencia de Dios que se deja reconocer dentro de la trama de lo cotidiano, no a pesar de la fragilidad, sino atravesándola. Esto exige un paso concreto: salir del “narcisismo del ego” y pasar del “yo aislado” al “nosotros en camino”, educando la caridad en el corazón, la fortaleza en la voluntad y la orientación del deseo.
El matrimonio no es romanticismo perpetuo ni puro deber: es alianza. Y la alianza tiene un aroma preciso: confianza cada mañana, perdón que levanta, cuidado incluso cuando “no se siente”. La promesa sostiene el amor cuando el sentimiento calla: un amén cotidiano que estabiliza el corazón.
El amor conyugal no se mide por el rendimiento, sino por la disponibilidad a hacerse prójimo, a dejarse convertir por la presencia del otro. El otro no es un espejo: es una epifanía que me llama por mi nombre; en la reciprocidad me vuelvo más yo al abrirme al tú.
El límite no se borra: se atraviesa. Las heridas no se niegan: se vendan. Los conflictos no se huyen: se habitan con mansedumbre, buscando la palabra adecuada. Las grietas no son defectos que ocultar, sino rendijas por las que pasa la gracia: paciente y benigna, «todo lo excusa, todo lo espera, todo lo soporta» – y la mano se abre en lugar de cerrarse.
Existe una teología “doméstica” que aflora sin convertirse nunca en sermón. Hay una mística del matrimonio: el asombro de lo extraordinario que habita lo ordinario.
Aquí la fe no es un añadido, es el respiro cotidiano: la bendición antes de salir, el cansancio compartido, la mesa como altar ferial, la habitación de los hijos (o su deseo, o la herida de no poder tenerlos) como cuna de esperas. Engendrar no es solo dar la vida: es hacer crecer futuro y hogar en quienes se nos confían. Así el deseo se concentra, no se dispersa, y el alma encuentra paz en el servicio.
De todo esto, el sacramento no es una etiqueta “sagrada” sobre el sentimiento; es don a custodiar y tarea que aprender. La vida se vuelve maestra: elecciones económicas, gestión del tiempo, ritmos de la casa, cuidado de los mayores, convivialidad, silencios que no deben llenarse de ruido, sino de escucha.
La gracia tiene un paso ligero y la santidad no se mide por las excepciones, sino por la fidelidad a las pequeñas cosas.
La caridad no busca su propio interés, no se irrita, no se engríe, no falta al respeto; transforma sin ruido. Es el trabajo constante de caridad en el corazón y fuerza en la voluntad lo que, poco a poco, disuelve el ego en un “nosotros” generoso.
Me ha hecho bien también la sinceridad sobre los roces: no hay complacencia, hay lucidez: amar no es fácil, es posible superando incomprensiones, miedos, defensas, palabras que hieren, fatigas en la educación, diferencias de carácter.
La posibilidad nace de dos gestos revolucionarios: pedir perdón y recomenzar. No llevar la cuenta del mal recibido salva a la pareja: preferir la reconciliación a la revancha es vencer juntos. Así se intuye que el sacramento no es un recuerdo, sino una fuente que brota en el presente, sobre todo cuando las fuerzas parecen agotarse. En esos momentos, el alma recobra paz y la voluntad se levanta.
El romanticismo ingenuo se supera así: el amor no es un cuento de hadas, sino un crecimiento cotidiano capaz de afrontar tormentas reales sin idealizar ni ceder al cinismo. Y cuando llega la prueba, aparece la fuerza del sacramento: no simple rito, sino potencia que habilita a amar sin condiciones. Voluntad (decisión de darse) y caridad (don de sí) se convierten en el eje portante de la fidelidad.
Hay al menos tres ilusiones difundidas que desmontar.
Primero: no existe el “alma gemela” como destino mágico; existe un alma con la que volverse gemelos de espíritu, porque no es la electricidad del instante la que funda la historia, sino la fuerza en la voluntad que verifica, espera, vuelve a elegir. Por ejemplo, hay que dejar ir la imagen del compañero “perfecto” para aprender a amar a la persona real, con sus tiempos y sus límites.
Segundo: la expectativa de que el otro deba entenderme inmediatamente – un mito que genera exigencias y frustraciones. La verdadera sintonía nace de la escucha, la claridad y la paciencia. Se ve cuando los dos dejan de perseguir diálogos apresurados o consejos de terceros y se reservan espacios protegidos para hablar de verdad, hasta llegar al perdón gratuito.
Tercero: el amor verdadero no “fluye sin tropiezos”; se convierte en el lugar donde la promesa crece entre caídas y retomadas –perfección como camino, hasta reencontrar la paz del alma. Se comprende cuando el relato atraviesa estaciones cambiantes –caídas y recomienzos – y justamente allí la fidelidad cotidiana y la fuerza del sacramento vuelven a poner en marcha el “nosotros”. Resultado: se reanuda el camino. Juntos.
El mensaje es sencillo: sin el otro, el yo no acontece. La identidad no se fabrica en soledad; me es entregada cuando un tú me alcanza y me llama fuera de mi perímetro. Ante el otro, mi libertad deja de ser arbitrio y se vuelve respuesta; la medida de mí no es mi estado de ánimo, es el bien del otro que me precede. Por eso la comunidad no es una jaula sino una revelación: el yo es relación antes que decisión. Y la verdadera ascesis no es apretar los dientes, es dejarse descifrar por una presencia que me supera y me confía a algo más grande que yo.
Nadie custodia solo su vocación: parroquia, amigos, parejas mayores, rostros-compañeros de camino. En tiempos de individualismo afectivo, es un soplo ver cómo la comunión no apaga la intimidad, sino que la robustece frente a las inclemencias. Aquí se educa el espíritu de humildad: pedir consejo, dejarse sostener, convertirse en sostén.
Vuelve la memoria: recordar los comienzos, tomarse de la mano cuando uno se pierde, abrir de nuevo el álbum de las promesas para recuperar el valor del “sí”. Memoria no como nostalgia, sino como profecía. Lo que Dios ha iniciado –si lo dejamos hacer– lo lleva a cumplimiento a través de nuestra libertad. Y la libertad, en el matrimonio, nunca es solitaria: es una libertad “de dos” que dilata el yo en el nosotros; así el deseo permanece orientado y el corazón persevera en la caridad.
Surge una invitación amable y tenaz: déjate educar por tu matrimonio. No busques la perfección: custodia la promesa. No pretendas entenderlo todo: reconoce los signos. No temas el límite: allí el amor se vuelve confianza, no conquista. Cuando toco el límite, recuerdo: paciente y benigna; no se irrita, no se engríe; todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. Y el paso se reanuda, juntos.
Así la caridad en el corazón, la fuerza en la voluntad y la orientación del deseo dejan espacio a un espíritu de humildad que da paz al alma: perfección como camino, no como escaparate. Y cuando la casa calla y quedáis solo vosotros dos, recordad que nunca sois solo dos: una Presencia discreta sostiene, cura, recrea. Esta es la certeza que el libro transmite: el amor conyugal no es un sueño frágil, sino un camino practicable –una santidad a la medida del hogar.
El matrimonio es una llamada de la eternidad a la eternidad. La intimidad verdadera nace cuando los dos saben tomar distancia de sí mismos: menos “yo” en el centro, más espacio para el “nosotros”. Y cuanto más se acercan a Dios, más se acercan entre sí, porque están llenos desde la raíz y no necesitan colmarse mutuamente. Así la autenticidad no se reduce, florece.