Gloria Origgi
Algún especialista sitúa esta emoción extrema, la rabia o el enfado serio, en el centro de la mayoría de las revueltas de los últimos veinte años en todo el mundo, desde los Indignados, pasando por las primaveras árabes, hasta los Chalecos Amarillos, a lo que se ha dado una explicación bastante interesante: la rabia extrema que ha caracterizado a muchos de estos movimientos estaría motivada por un sentimiento de degradación social.
Es una rabia de “perdedores”, de aquellos que, en definitiva, no han conseguido aprovechar el nuevo orden mundial, la globalización, las transformaciones tecnológicas, económicas y políticas; en resumen, de quienes prefieren bloquearlo todo antes que avanzar en un mundo que, según ellos, los excluye de antemano.
Quien sabe si la tesis puede generalizarse realmente al mundo entero, pero sin duda es aplicable en estos últimos años a la rabia francesa: la de las huelgas interminables, la de los ya mencionados Chalecos Amarillos de 2018-2019 y hoy la del nuevo movimiento sin cabeza Bloquons-tout («bloqueémoslo todo»), que recuerda aquella frase: «Detened el mundo, quiero bajarme».
En cierto sentido, Francia es el país más “provinciano” que haya conocido jamás. Los franceses no hablan inglés, no se interesan por nada de lo que ocurre fuera del Hexágono, no se comparan con los demás, convencidos de su excepcionalidad que los hace incomparables con cualquier otro pueblo.
Por ejemplo, no se dan absolutamente cuenta de sus privilegios, de la generosidad casi desmesurada de su Estado de bienestar, de los ritmos de trabajo ridículos en comparación con otros países, de las vacaciones interminables de las que disfrutan, de los servicios de salud, de educación, para los desempleados, para los inmigrantes, para la infancia y todo lo demás.
No se le puede decir a un francés que vaya a ver lo que ocurre en España, en Italia o en Inglaterra para que entienda que no está tan mal, porque te dirá que Francia es una excepción y que no se puede comparar con ningún otro.
Por qué se enfandan
Los franceses se enfadan por todo. Sus países vecinos, pese a todo, han sido más pacientes, menos propensos a la revolución y a la decapitación de las élites, más fatalistas, incluso más sumisos.
La rabia francesa, que siempre ha existido, estalló de manera preocupante a partir de 2018 con el movimiento de los Chalecos Amarillos, lanzado anónimamente en la red y que consiguió organizar una movilización impresionante, con adhesiones procedentes sobre todo de la periferia urbana francesa.
El motivo de la rabia fue un impuesto sobre el combustible adoptado como medida ecológica, que hizo aflorar las diferencias entre el campo, las zonas periurbanas y la ciudad, siendo las dos primeras mucho más dependientes del automóvil para los desplazamientos. Los bloqueos (típicamente de carreteras y rotondas) y las manifestaciones se multiplicaban cada sábado hasta llegar a París con una violencia inaudita: daños a monumentos, coches incendiados, amenazas de muerte e incluso de decapitación contra el presidente Emmanuel Macron.
Los Chalecos Amarillos fueron un éxito: las manifestaciones continuaron durante meses y las reivindicaciones aumentaron: restaurar el impuesto sobre el patrimonio, parcialmente eliminado por Macron, justicia fiscal, mejor nivel de vida para las clases populares y la dimisión de Macron. El odio hacia el presidente se había instalado ya en 2018, apenas un año después de su primera elección.
Nunca se ha visto un presidente tan odiado. Ciertamente, es arrogante, es un pésimo comunicador, es la caricatura del representante de las élites liberales (pasado de banquero, experto en finanzas, a gusto en Davos o en otros círculos exclusivos del poder global).
Pero el CV de Macron no basta para justificar el odio visceral, la llamada constante a su dimisión e incluso a la decapitación. Con las elecciones de 2017, Macron rompió la alternancia tranquila derecha/izquierda que permitía canalizar las pasiones políticas en el Parlamento dentro de un marco ideológico bien definido. Los partidos tradicionales se encontraron anulados por su nombramiento.
La lucha se traslada a las calles, porque nadie representa ya el descontento de los ciudadanos.
Y además, Macron provoca la rabia de los “perdedores”: lo consigue todo, es joven, brillantísimo, elegante al hablar, domina el inglés y se siente a gusto en cualquier contexto internacional, decididamente liberal en una Francia que todavía sueña con una socialdemocracia que ya no puede permitirse. Porque la envidia es el motivo más fuerte de la rabia.
El francés tiene ideales socialdemócratas, pero envidia a las élites culturales, económicas y urbanas: comparte los mismos gustos materiales y simbólicos que los altos funcionarios que hicieron las buenas universidades y viven en el centro de París.
Quien no forma parte de las élites en este país se siente frustrado porque vive su no-pertenencia como un fracaso: no logró entrar en las grandes écoles, universidades de excelencia a las que se accede solo mediante concurso y siendo los mejores de la clase; se siente rechazado por París, el corazón de Francia, centro económico, político y cultural que barre toda la provincia, convertida en un lugar demasiado caro; se siente abandonado por el poder central, que tiene preocupaciones europeas e internacionales y desvía la mirada de la provincia.
Los Chalecos Amarillos duraron mucho tiempo, fueron en parte reprimidos tras un sábado especialmente violento en marzo de 2019, lograron la eliminación del impuesto sobre el combustible y se extinguieron completamente con la llegada del Covid.
Bloquearlo todo
El nuevo movimiento Bloquons-tout se ha hecho a su imagen y semejanza. Surgió de la nada, de algún llamamiento en línea, se extendió rápidamente por toda Francia, pide la dimisión de Macron y, en general, que todos vivan felices y contentos, algo difícil de lograr poniendo fuego y llamas a todo el país.
Los eslóganes son de todo tipo: desde el predominante «Macron démission», hasta «Gaza libre» o la imposición de impuestos a los más ricos. Mezclan, por tanto, ira sin cabeza, ideologías virales y demandas serias, como la de gravar las grandes fortunas, que es una propuesta del Partido Socialista apoyada por destacados economistas (entre ellos el joven y brillante Gabriel Zucman) y que seguramente será tema de discusión para el nuevo gobierno de Lecornu.
Pero juntar todo no es particularmente útil, y si el desorden de las reivindicaciones va acompañado de caos y violencia, acabarán logrando poco, como sucedió con los Chalecos Amarillos.
Publicado en Settimananews el 12 de septiembre de 2025 con el título “La rabbia francese”.