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Lo primero que siento al leer varias veces el evangelio es que Jesús me pide si mi corazón es capaz de estar en sintonía con el suyo.
Y, por sintonía, hoy entiendo verbos como confiar, arriesgar y amar.
Para ello, me imagino en la escena de hoy. Es decir, tomo asiento junto a los discípulos, noto que se respira una atmósfera de despedida, siento el temblor y miedo al notar que se quedan sin Jesús; y las palabras de Jesús saben a confidencia, a amistad, a testamento.
Y en sus palabras nos habla del regalo del Espíritu, que será quien nos enseñe todo a partir de ahora. En otras palabras: Dios en su Espíritu será mi maestro, mi inspiración, la fuente de sabiduría.
A veces pienso cómo le explicaría a alguien que no tenga idea de Dios —de mi Dios, de cualquier dios (y aquí en los Países Bajos hay miles)— en qué Dios creo, o qué es eso que llamo Dios. ¿Por dónde empezaría?
Después, Jesús habla del Espíritu Santo como alguien que enseña a recordar, pues la memoria es importante en la vida de fe:
Las palabras de Jesús las repetimos en la cena eucarística en memoria suya; compartimos historias en recuerdo suyo; las historias de fe, propias de cada uno, son importantes ya que nos ayudan a dirigirnos hacia el Espíritu.
Finalmente, Jesús deja la paz para que los discípulos la compartan.
Diría que es su mejor herencia: la Paz del Resucitado.
Pío XII adoptó en su pontificado como lema la expresión clásica: “La paz es la obra de la justicia”, pero todos sabemos lo frágil que es la justicia humana.
La paz de Jesús hunde sus raíces en su “aparente debilidad” antes de morir en la cruz, porque se basa en el amor; y el amor no es mojigato, sino que creemos que es más fuerte que la muerte.
Vivimos tiempos de turbación y confrontación.
Solo de pensar en los sitios de este mundo que están urgidos de paz se me pone la piel de gallina. Además de temas conflictivos, relaciones hirientes, palabras duras, espacios donde falta la compasión, la misericordia, la vida…
Y ante todo eso, Jesús nos da la Paz para que la demos también nosotros, sin arredrarnos, sin arrugarnos ante las dificultades.
Su despedida con sabor a promesa viene también con el reto de ser portadores de luz y reconciliación en un mundo que me invita —y yo mismo me invito muchas veces— a todo lo contrario.
Amén.
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