DOMINGO DE PENTECOSTÉS

DOMINGO DE PENTECOSTÉS

Evangelio del día

Lectura del santo evangelio según san Juan 20, 19-23

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
«Paz a vosotros».
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

Reflexión de la homilía del P. Pedro Curto

En esta fiesta de Pentecostés celebramos el don del Espíritu que Dios ofrece a todos los hombres. La liturgia de este día, las oraciones y sobre todo esa preciosa secuencia que precede al Evangelio nos cantan los dones y carismas que nos vienen por medio de este Espíritu. Sin embargo, si hubiese que destacar hoy uno, sin lugar a duda sería el don de la palabra, de una buena palabra. Todas las lecturas de este día tienen en común esta idea del escuchar y sobre todo del hablar.

Como veíamos en la narración del libro de los Hechos, el Espíritu hace posible a aquellos primeros discípulos ofrecer una palabra a la multitud de peregrinos que se encontraban en Jerusalén aquel día de Pentecostés. Pero no una palabra cualquiera. Pablo lo resumía muy bien al comienzo de la segunda lectura: «Nadie puede decir: “Jesús es Señor”, sino por el Espíritu Santo». A menudo pensamos que el Espíritu nos impulsa solo a hacer cosas. Pero sobre todo el Espíritu es aquel que nos permite confesar quién es Jesús y transmitir todo lo que él ha hecho y sigue haciendo por nosotros. Esa era la promesa que el Maestro había hecho a sus discípulos: «Cuando venga el Espíritu él dará testimonio de mí, y también vosotros daréis testimonio» (Jn 15,26-27). Pero además no podemos olvidar, como veíamos en la primera lectura, que ese mensaje de Jesús llega, por boca de los discípulos, a cada uno según su particularidad. El Espíritu no nos hace repetidores huecos del Evangelio, sino transmisores de una palabra viva, que toca el corazón de cada hombre, en cada situación. Por eso, pedir en esta fiesta el don del Espíritu de Dios significa pedirle que nos otorgue esa misma valentía para ser testigos del Resucitado, sabiendo ofrecer la palabra apropiada en nuestro tiempo, en este que nos toca vivir, y a todos aquellos con los que nos encontramos cada día.

El Espíritu, por tanto, nos impulsa a hablar, a llevar el mensaje de Jesús. Concretando aún más el contenido de esta palabra, el Evangelio de hoy nos recuerda que estamos llamados a anunciar la paz y el perdón, lo mismo que Jesús proclama a sus discípulos al entregarles el Espíritu Santo.

La paz, que no es principalmente la ausencia de guerras, tan necesaria por otra parte en nuestro mundo. Jesús ofrece a sus discípulos (y con ello les invita a llevarla a los demás) una paz que es ante todo sinónimo de confianza, que es fortaleza frente a tantos conflictos que nos asolan por dentro. Así empezaba el Evangelio, con unos discípulos encerrados y llenos de miedo, que al final acaban saliendo a todo el mundo. Hoy el Espíritu nos impulsa a dejar de lado tantos complejos, tantos pensamientos autoreferenciales, para salir con frescura de nosotros mismos y llevar a aquellos que tenemos cerca esa misma paz que nace de la confianza en que Dios no nos deja solos, pues es él quien, por su Espíritu, nos sostiene en nuestra vida cotidiana.

Y junto a la paz, el perdón. Y eso sí que tiene que ver con una forma de tratar a los demás. Perdón que es ante todo el reconocimiento del otro, con lo que tiene de particular y distinto, aún a pesar de sus errores. En esto el relato de los Hechos vuelve a ser de nuevo especialmente gráfico. En él encontramos una serie de pueblos que escuchan juntos las maravillas de Dios, pueblos que en muchos casos se encontraban en claro enfrentamiento en la época de Jesús. El don del Espíritu hace que los distantes se vuelvan a encontrar. Ya desde los comienzos del cristianismo Pentecostés se había interpretado como la cara opuesta a lo que sucedió en Babel, donde el pecado del hombre se tradujo en orgullo frente a Dios y enfrentamiento con los demás. Pentecostés es la fiesta de la reconciliación, donde los hombres no se mezclan ya por lenguas que se oponen sino donde una palabra, la de Dios, la del amor, se puede escuchar en la diversidad de lenguas, sin que esto suponga enfrentamiento. El perdón que el Espíritu nos ofrece y nos invita a anunciar parte precisamente de aquí, de sabernos distintos y no por eso enemigos. San Pablo lo describe muy bien al reconocer que hay diversos carismas, ministerios, funciones… pero que esto se convierte en riqueza cuando descubrimos que todo ello son distintos dones de un mismo Espíritu, que sirven para enriquecer a los demás.

Fiesta de Pentecostés, fiesta del Espíritu, que nos impulsa al testimonio valiente del Señor. Hoy, que sobreabundan las palabras de diverso tipo, los discursos, las promesas, los enfrentamientos, los gritos…, los cristianos estamos llamados a ofrecer, impulsados por el Espíritu, una palabra de paz y de reconciliación, una palabra que cada uno pueda escuchar en su propia lengua, en su propia situación vital, porque la Palabra de Dios es así: dispuesta a tocar cada corazón. Pidamos de nuevo en este día el Espíritu Santo que nos haga palabra viva de Dios en medio del mundo.

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