BAUTISMO DEL SEÑOR

BAUTISMO DEL SEÑOR

Is 55,1-11; Sal 12; 1Jn 5,1-9; Mc 1,7-11

 

Culminamos el tiempo de Navidad con esta fiesta en la que recordamos el paso de Jesús por un bautismo de conversión, por un rito que manifiesta por fuera lo que sucede por dentro: Jesús pone toda su vida al servicio de Dios Padre, escucha y reconoce su auténtico ser, y asume e inicia su tarea, su misión, en medio de nosotros. Es, por lo tanto, un día en que como Iglesia tenemos que renovar nuestro propio bautismo: el bautismo que nos convirtió en hijos de Dios, en personas redimidas y salvadas, en gentes amadas por Dios de modo personal y concreto, con amor de Padre y Madre, y en personas cada una con una vocación específica dentro de este nuevo pueblo de cristianos: unos vocacionados a la vida laical en el matrimonio o fuera de él, otros vocacionados a la vida religiosa, otros al ministerio sacerdotal. Es día, pues, de celebrar con agradecimiento nuestro auténtico ser: hijos de Dios, amados y predilectos. 

 

Y esto ha sido posible gracias a la presencia de Jesús y a su fidelidad a la tarea inscrita en el propio nombre que recibió: “Dios salva”. Acabamos las celebraciones litúrgicas navideñas, concluimos nuestra contemplación y celebración anual del misterio de Dios-con-nosotros hecho hombre, hecho uno de nosotros. Podemos, por tanto, fijarnos en algún detalle de esa presencia de Dios-con-nosotros.

 

El Evangelio nos presenta un Jesús adulto, según la tradición de unos 30 años. Una edad nada despreciable para aquel tiempo (el equivalente quizás a unos 45-50 años de nuestra época). Señalo esto para presentar una de las primeras formas del estar de Dios-con-nosotros: el silencio. A estos 30 años se les daba, y se les da, el nombre de misterios de la vida oculta de Jesús. 

 

Muchas veces nos preguntamos por qué esperó tanto Dios a manifestarse. Cuando esto ocurre es porque en el fondo no conocemos las leyes que rigen nuestra vida y no creemos a fondo que, en Jesús, Dios se hizo hombre con todas las consecuencias, es decir, con nuestras lentitudes, inseguridades, dudas, traiciones y miedos incorporados. Jesús vive el Silencio de Dios que nosotros, en la mayor parte del tiempo, vivimos y experimentamos. Jesús es solidario con nosotros en esto, durante 30 años. Son los modos de actuar del Dios libre con los seres humanos libres: Dios se manifiesta a nosotros como silencio, espera, respeto, como presunta ausencia. 

 

Y esto es así porque si hay silencio, solo entonces puede haber escucha. Porque hay silencio, puede haber conocimiento de uno mismo, gozo de uno mismo, sufrimiento de uno mismo. Porque hay silencio puede haber una palabra. Porque hay silencio, Jesús puede escuchar y creer lo que la Palabra, la Voz del Padre dice sobre él: “Tú, eres mi Hijo, el amado, el predilecto”. 

 

Después de una vida oculta, silenciosa, insulsa, insignificante, de 30 años (toda una vida para la época, insisto) puede escuchar, en el Silencio de Dios, la Palabra de Dios que le da el sentido de su ser, que le indica el camino y la misión que tiene que seguir.

 

Por eso, no tenemos que tener ningún miedo al Silencio de Dios en nuestras vidas. No tenemos que tener miedo porque es una modalidad necesaria de la actuación de Dios-con-nosotros. A toda palabra, también la de Dios, le precede el silencio. Si estamos en la situación de sufrir el silencio de Dios no hay que tener miedo: es su modo de estar. E, insisto, tenemos que saber que a todo silencio sucede (o precede) una palabra. 

 

En efecto, esto exige adiestrarnos en el tener paciencia y en el estar atentos. Así nos lo ha indicado el profeta Isaías: oíd. Oíd esto: “dejad de despilfarrar en lo que no alimenta”. Oíd también esto otro: “un pueblo que no conoce a Dios correrá a él”. Oír, por lo tanto, se convierte casi en el equivalente de vivir. 

 

Celebramos el bautismo de Jesús. En el evangelio, ¡Jesús no dice una sola palabra! Vive el silencio, vive la acción de Dios Padre en su vida humana. Y si nos fijamos, al silencio de Dios le ha seguido la palabra de Dios…, pero no acaba ahí, lo sabemos: continúa el pasaje que sigue al bautismo: Jesús va al desierto, al lugar del silencio, al lugar que los antiguos denominaban la casa de los demonios, de los eternos silenciadores, de los que matan la existencia humana. Jesús en silencio, va a ese silencio de muerte que es todo paraje desértico, para vencerlo en su centro, para dar palabras de vida, palabras que sanen y reparen esas ausencias o, mejor dicho, expulsiones de Dios que hemos hecho a lo largo de toda nuestra historia. 

 

Por todo esto, creo que es fundamental grabar en nuestros corazones la advertencia que nos lanza Isaías: “buscad al Señor mientras se le encuentra”. Hemos proclamado en este tiempo de Navidad que Dios está con nosotros, que un hijo se nos ha dado. Este es el momento. Un momento que exige silencio, que exige dedicar tiempo a esa búsqueda en el silencio de la oración, en el silencio de una vida que puede a veces parecernos sin sentido o rota; ese es el momento, es el momento de buscar una palabra que casi siempre nos hace descubrir que nuestros caminos de vida no son los caminos de Dios y, por eso, hay que convertirse, hay que cambiar de camino. Abandonar una ruta para tomar otra. De no hacerlo ahora, cuando sabemos que el Señor se deja encontrar y rompe su silencio, puede que el silencio se convierta en abandono o en grito de constante desesperación. 

 

Una esperanza firme nos queda: la Palabra de Dios (hecha carne en Jesús) viene a nuestro silencio. Y no volverá vacía, hará la voluntad de Dios que es que todos nos salvemos, que todos entremos en ese diálogo de amor para siempre entre nosotros y con Dios, suprimiendo así toda soledad. Porque la Palabra cumplirá su tarea. Es, pues, el momento de creer que la Palabra, Jesús, viene a romper cada domingo nuestro silencio y quiere bajar, sanar y resonar dentro de nosotros. Tenemos que dejarla funcionar, tenemos que dejarla hacer, porque ahora es cuando se encuentra al Señor. Como siempre, es duro y difícil, pero es posible. Ayudémonos unos a otros. 

 

La Palabra metida hasta el tuétano de nuestra historia nos convence con numerosas pruebas de que ella es la palabra definitiva de Dios, es la que nos incorpora a la vida de Dios que es el amor. Por eso tenemos que luchar cada día por guardar los mandamientos, que Jesús resume en una palabra: amor. Dios es amor. Nosotros tenemos que ser amor. El modo de hacerlo es cumplir el mandamiento de Jesús: amad como yo os he amado. Sabed reconocer en mi vida las etapas de vuestra vida y del acercarse personal de Dios a vosotros. 

 

Celebremos con fe y alegría que Dios un día quiso decirnos a cada uno, personalmente, intensamente, con calor: Tú, eres mi hijo amado, tú, eres mi hija amada, mi predilecta, mi predilecto. Es motivo más que suficiente para dar gracias a Dios y para dárselas recordando la muerte y la resurrección de Jesús, los gestos y enseñanzas de su amor. Celebremos que Dios está con nosotros. 

 

  1. Juan José Arnaiz Ecker, scj 

 

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