DIOS ES MISERICORDIA ENTRAÑABLE

DIOS ES MISERICORDIA ENTRAÑABLE

La lectura del Éxodo nos entrega un diálogo entre Dios y Moisés muy interesante. Dios aparenta querer descargarse de “responsabilidades” ante aquel pueblo de dura cerviz y le dice a Moisés: “Baja del monte, que se ha pervertido TU PUEBLO, al que tú sacaste de Egipto”.

Moisés le devuelve la pelota a Dios respondiendo: ¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra TU PUEBLO, ¿que tú sacaste de Egipto con gran poder?

Digamos que Dios y Moisés se habían comprometido mutuamente en una misma tarea y debían permanecer unidos en las duras y en las maduras. Moisés no acepta separarse del pueblo que ciertamente ha sido infiel. No quiere otro pueblo que nazca de su estirpe. Él es también hijo de la promesa hecha a Abraham, a Isaac y a Jacob. Si en Abraham fueron benditas todas las naciones, ahora, por la fidelidad de Moisés a su pueblo y a Dios, serán perdonados los Israelitas y Dios mantendrá su alianza con ellos. Moisés ejerce de mediador y de intercesor y corre la misma suerte de su pueblo, poniéndose en las manos de Dios. Moisés es figura del único mediador que es Cristo.

A la vez se muestra en Dios una capacidad sorprendente: “Se arrepiente”. Cambia de criterio y TIENE MISERICORIDIA de aquel pueblo idólatra. Empieza a emerger en la historia de la revelación que Dios es rico en misericordia y lento a la ira.

San Lucas, en el evangelio de hoy, no va a dar la “medida” de la misericordia de Dios contada por el mismo Jesús. Es el mismo Jesús que responde a las críticas de las personas bienpensantes de la época que observan  actuaciones de Jesús que les parecen ir contra las buenas costumbres. Y es que Jesús se acerca y admite en su cercanía a publicanos y pecadores y llega hasta sentarse a comer con ellos. Lo que significa lo más de lo más en el camino de aceptación e identificación con el “prójimo”. Las tres parábolas -la de la oveja perdida; la de la moneda perdida y la del hijo perdido- quieren dar respuesta a las objeciones.

En ningún momento se niega la realidad del pecado o del pecador. Existe una pérdida objetiva, una salida, un ponerse al margen.

Pero, aunque uno se “pierda”, nunca está fuera de la órbita del amor de Dios. Su amor llega a los márgenes y busca denodadamente al que se ha ido.

Cuando el “perdido” es una persona, no vuelve a casa coaccionado o por temor, sino que vuelve porque reconoce su metedura de pata.

Cuando se da la vuelta a casa o el encuentro o reencuentro salta la alegría inmensa que trae consigo la vuelta a casa de alguien que estaba perdido o se había marchado. La fiesta es igual a una fiesta de bodas y al que ha vuelto no se le restriega nada o se le humilla, sino que recobra toda su dignidad y recibe la amnistía del padre o de la comunidad.

Las 3 parábolas destacan el momento de la GRAN ALEGRÍA. La alegría del que perdona y del perdonado; la alegría del reencuentro; la alegría de volver a ser una comunidad rehecha y sanada; la alegría de la fe; la alegría de la vida y del sacramento. El Papa Francisco escribió su primera encíclica sobre la alegría del evangelio. Insistiendo en que el evangelios es precisamente eso: Buena noticia y por tanto portadora de una inmensa alegría para la humanidad que se encontraba en tinieblas y en sombra de muerte. El Papa se quejaba de que esta dimensión de la alegría no estaba muy presente en los rostros y manifestaciones ordinarias de nuestra fe.

Hace 5 días el Papa ha beatificado a Juan Pablo I, el Papa de la SONRISA. Transcribo ahora algo de lo que afirmó en la homilía de la eucaristía de ese día.

La medida del amor es amar sin medida. Nosotros mismos —dijo el Papa Luciani— «somos objeto, por parte de Dios, de un amor que nunca decae». Que nunca decae, es decir, que no se eclipsa nunca en nuestra vida, que resplandece sobre nosotros y que ilumina también las noches más oscuras. Y entonces, mirando al Crucificado, estamos llamados a la altura de ese amor: a purificarnos de nuestras ideas distorsionadas sobre Dios y de nuestras cerrazones, a amarlo a Él y a los demás, en la Iglesia y en la sociedad, también a aquellos que no piensan como nosotros, e incluso a los enemigos.

Hermanos, hermanas, el nuevo beato vivió de este modo: con la alegría del Evangelio, sin concesiones, amando hasta el extremo. Él encarnó la pobreza del discípulo, que no implica sólo desprenderse de los bienes materiales, sino sobre todo vencer la tentación de poner el propio “yo” en el centro y buscar la propia gloria. Por el contrario, siguiendo el ejemplo de Jesús, fue un pastor apacible y humilde. Se consideraba a sí mismo como el polvo sobre el cual Dios se había dignado escribir. Por eso, decía: «¡El Señor nos ha recomendado tanto que seamos humildes! Aun si habéis hecho cosas grandes, decid: siervos inútiles somos» (Audiencia General, 6 septiembre 1978).

Con su sonrisa, el Papa Luciani logró transmitir la bondad del Señor. Es hermosa una Iglesia con el rostro alegre, el rostro sereno, el rostro sonriente, una Iglesia que nunca cierra las puertas, que no endurece los corazones, que no se queja ni alberga resentimientos, que no está enfadada, no es impaciente, que no se presenta de modo áspero ni sufre por la nostalgia del pasado cayendo en el “involucionismo”. Roguemos a este padre y hermano nuestro, pidámosle que nos obtenga “la sonrisa del alma”, que es transparente, que no engaña: la sonrisa del alma. Supliquemos, con sus palabras, aquello que él mismo solía pedir: «Señor, tómame como soy, con mis defectos, con mis faltas, pero hazme como tú me deseas» (Audiencia General, 13 septiembre 1978). Amén.

Ojalá también en nosotros florezca esa sonrisa del alma que se manifieste en nuestras actitudes y en nuestro talante. Que no seamos “santos tristes y gruñones” sino que seamos “santos alegres y misericordiosos”.

Gonzalo Arnaiz Alvarez scj
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