DOMINGO V DE PASCUA

DOMINGO V DE PASCUA

Evangelio del día

Lectura del santo Evangelio según San Juan 15, 1-8

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

«Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto.

Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros.

Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí.

Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden.

Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará.

Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos».

 

Reflexión

El Evangelio de este quinto domingo de Pascua nos presenta la imagen de la vid y los sarmientos para explicar la intimidad que debe existir en la relación de cada uno de nosotros con Cristo. Dos son las notas que caracterizan esta relación que expresa la imagen. En primer lugar, la idea de «permanecer». Lo hemos escuchado varias veces en este Evangelio: «permaneced en mí», «permaneced en mí». Esto de permanecer no es una idea vaga, algo así de estar sin más, una especie de sentimiento espiritualista más o menos genérico. Permanecer es apoyarse, es recibir la vida de Cristo. Permanecer es tener conciencia de que él es el centro de nuestra vida, es seguirle hasta descubrir que él es lo más íntimo de nosotros mismos. Por eso Jesús dice que sin él no es que perdamos algo, no es que la vida sea más incompleta, sino que perdemos la vida. Sin contemplaciones.

Por eso, a esta idea de permanecer se une la de dar fruto. Vivimos en una sociedad donde buscamos nuestra realización, donde buscamos ser algo, ser alguien. Y para ello se inventan muchos caminos. No importa venderse con tal de conseguir la fama, el reconocimiento, el prestigio o el dinero. Frente a ello Jesús nos recuerda que si queremos dar fruto de verdad, si queremos que nuestra vida tenga un sentido, no solo para nosotros mismos, sino también para los demás, solamente es posible con él, desde él. Es decir, si su Palabra es para nosotros savia, motivación, aquello a lo que siempre volvemos en nuestras decisiones, en nuestra forma de vivir y actuar, daremos frutos. Y no de cualquier manera sino, como nos recuerda Jesús, frutos abundantes.

Esta idea de permanecer unidos a Cristo y, desde ahí, dar frutos, no es sin embargo algo puramente intimista y personal. Vivir unidos a Cristo nos hace en verdad comunidad cristiana, pueblo, familia de Dios. En este sentido las dos primeras lecturas nos presentan esta realidad. Particularmente sugerente resulta el relato en Pablo en los Hechos de los Apóstoles. Pablo vivía de la experiencia de Cristo que había tenido pero lo vivía por libre, solo. Necesita de la comunidad (y la comunidad también necesita de él). Hasta que no está injertado en esa planta que es la Iglesia su vida no empieza a dar frutos. Es entonces cuando se convierte en predicador incansable del Evangelio, cuando se mueve, anuncia públicamente, no le da miedo ir a judíos o griegos. Y también aquella comunidad recibe vida por el hermano que se incorpora a ella pasando, como dice curiosamente el texto, del miedo a la paz.

De forma más teórica lo recordaba la carta de Juan. Sabernos cristianos, unidos a Cristo, nos debe llevar necesariamente a amarnos unos a otros. Curiosamente dice que aquí es donde se evalúa si realmente permanecemos en él. La provocación para nosotros es clara. ¿Somos comunidades cristianas unidas, que nos preocupamos unos de los otros? ¿O vivimos por libre, unidos solo en las celebraciones litúrgicas, pero luego indiferentes entre nosotros? ¿Quizá no somos portadores de fruto porque no permanecemos unidos entre nosotros y a Cristo, nuestra raíz?

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