Homilía del VII domingo de Pascua

Homilía del VII domingo de Pascua

Evangelio del día

Lectura del santo Evangelio según San Marcos 16, 15-20

En aquel tiempo, se apareció Jesús a los once y les dijo:
«Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación.
El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado.
A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos».
Después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios.
Ellos se fueron a predicar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban.

Reflexión de la homilía

Celebramos hoy la fiesta de la Ascensión y hay una primera pregunta que nos surge: ¿celebramos una despedida? Los dos relatos de este acontecimiento que nos presentan en este domingo el evangelio y el libro de los Hechos aluden a lo que pudieron percibir y sentir los discípulos. Su reacción, mirando al cielo como esperando que esto no estuviese pasando en verdad, puede interpretarse como este sentimiento natural de tristeza y abandono. Sin embargo, la Ascensión de Jesús no es un adiós, ni mucho menos un dejarnos aquí olvidados. Su marcha va acompañada de la promesa del envío del Espíritu Santo. «Os conviene que yo me vaya –les había dicho a sus apóstoles en la última cena– porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio, si me voy, os lo enviaré» (Jn 16,7). La Ascensión es, por tanto, anticipo de la fiesta de Pentecostés que celebraremos el próximo domingo.

Este don del Espíritu viene definido por Jesús como «fuerza». Pero ¿fuerza para qué? Fuerza para ser testigos, para ir al mundo entero y proclamar el Evangelio. También se lo había anunciado ya antes de su pasión: «Cuando venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo» (Jn 15,26-27). La Ascensión es la fiesta de la misión, de la responsabilidad que tenemos los discípulos del Señor, de entonces y de ahora, de continuar su misión, de ser testigos, de ponernos en camino, de llegar a toda la creación. De ahí la presencia de aquellos dos ángeles que pretenden despertar a los discípulos de la ceguera en que se parecían haberse quedado. Hasta ese momento los discípulos aún seguían pensando sólo en su pequeño mundo, en si Jesús iba a restaurar el reino de Israel. A partir de entonces tendrán que marchar a todos los pueblos, hasta los confines del mundo. Durante cuarenta días, nos cuenta Lucas, Jesús se les había aparecido, les había estado hablando del Reino de Dios que en él había comenzado. Ahora era su momento para continuar su misión por hacer realidad este Reino, el de Dios, no sus proyectos de corta mirada. El próximo domingo apagaremos la luz del cirio, signo de la presencia de Cristo en este tiempo de Pascua. Pero justamente entonces escucharemos el relato de las lenguas de fuego que se posan sobre las cabezas de los discípulos. Una imagen muy elocuente para poner de manifiesto que esta luz no se apaga. Sigue viva en sus testigos, en los discípulos del Resucitado.

Una misión, nos recuerda el final del Evangelio de Marcos, que no se reduce solo a palabras o a buenas intenciones. Como en la misión de Jesús, el mensaje debe ir acompañado de signos concretos que pongan de manifiesto esa presencia del Señor resucitado, de su Espíritu, en medio del mundo. Hoy, más que nunca, no bastan las palabras, los grandes discursos, de los cuales estamos tan saturados. Hoy, más que nunca, necesitamos testigos creíbles, que continúen la misión de Jesús con gestos de misericordia, de perdón, de acogida.

«No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros. También vosotros ahora sentís tristeza; pero volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría» (Jn 14,18-20. 16,22). Jesús se despide, pero no nos abandona. Nos deja la esperanza, la grandeza a la que nos llama. Nos deja el gozo de su presencia más fuerte que nunca, de su Espíritu, de su confianza en nuestras pobres manos para seguir haciéndolo visible. Así nos dice Marcos que reaccionaron los discípulos: marchando a todas partes. Con alegría. Así debería ser siempre nuestra vida de testigos del Resucitado.

Homilía del VII domingo de Pascua. P. Pedro Iglesias Curto scj

 

 

 

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