NO TENGAIS MIEDO

NO TENGAIS MIEDO

Volvemos al tiempo ordinario y continuamos leyendo en el evangelio de San Mateo el discurso misionero de Jesús a los suyos, antes de enviarlos a su primera misión. Podemos suponer que también va dirigido a todos nosotros que somos sus seguidores y también hemos sido enviados a evangelizar en medio del mundo.

En todos los tiempos parece que suenan los tambores de guerra o persecución. El profeta Jeremías 20, 10-13, se encuentra en medio de una persecución donde la amenaza de muerte no está ausente. Jeremías persiste en su misión, aunque no sea del agrado de sus amigos o de su pueblo y pone su confianza en el Señor que libera la vida del pobre de las manos de la gente perversa. En la oración de Jeremías, se pueden encontrar similitudes con la oración de Jesús en la cruz, pero hay una gran disimilitud. Jeremías “no perdona” a sus enemigos; Jesús en la cruz abraza con su amor también a los enemigos. Pide para ellos el “perdón” porque no saben lo que hacen.

Jesús, en el evangelio, es sabedor de esta realidad de persecución o lucha contra los enviados de Dios y constata en su propia piel la posibilidad del enfrentamiento que puede suscitar el anuncio del evangelio. Por eso, exhorta a los suyos a NO TENER MIEDO ante lo que se les pueda venir encima.

La primera comunidad cristiana, a la que va dirigida el evangelio de Mateo, también está pasando por momentos de lucha y persecución. Hay tentaciones de abandono y desesperanza. El evangelista echa mano “al manual” de Jesús y llama a su gente a vivir estos momentos al estilo de Jesús o como Jesús vivió su momento de persecución y muerte. Les repite las palabras de Jesús: NO TENER MIEDO.

No tener miedo a la coherencia de la vida con el mensaje. No tener miedo a decir la verdad, aunque esa verdad escueza y cree zozobra o rechazo. La verdad al final se impondrá. Nada quedará oculto y todo se sabrá. Sobre todo brillará la verdad del justo, la verdad del hombre que ha sido fiel a la llamada de Dios y que ha puesto su confianza en Él.

No tener miedo a la muerte. Realmente son palabras mayores, pero están dichas con toda claridad y crudeza, a la vez que con toda serenidad y esperanza. La muerte es el último enemigo por vencer y nos “hiela la sangre” a todos. Jugarse la vida por ser fieles a nuestra fe es pasar la prueba definitiva. Sabemos que Cristo venció a la muerte. Por Él sabemos que la muerte no tiene la última palabra. La última palabra está en las manos del Dios de la Vida que es el Padre y Él está a nuestro lado siempre.

No tener miedo porque nadie puede quitarnos el “espíritu” de la vida, el espíritu dado por Dios. Podrán dar muerte a este cuerpo o a esta vida terrena, pero solo Dios puede aniquilar la vida y no lo va a hacer, sino que la rescatará siempre y la salvará porque es Fiel. Si hay que temer algo es que Dios nos rechace, pero eso no lo va a hacer nunca, porque es Padre y nos ha creado para la vida y nos ha regalado su Espíritu. Para Dios valemos mucho más que los gorriones o que todas las creaturas, somos los más valiosos, y si cuida de los gorriones mucho más cuidará de nosotros. Es un llamado a la confianza plena en Dios. Si algo hemos de temer es que nosotros no seamos fieles y neguemos a Dios o neguemos al Hijo.  Decir NO a Dios o a su Hijo es el gran pecado contra el Espíritu Santo, que no deja de gemir en nosotros la palabra “Abba”. Cerrarse a ese Espíritu es cerrarse a la vida o abrirle la puerta a la muerte y a la Muerte eterna. San Pablo dice al respecto: “Sin embargo, no hay proporción ente la culpa y el don: si por la culpa de uno murieron todos, mucho más, gracias a un solo hombre, Jesucristo, la benevolencia del don de Dios desbordaron sobre todos”. Es el evangelio de la Gracia anunciado por Pablo que no duda en afirmar el mar de Gracia que inunda y destruye el pecado y la muerte de todos.

No tener miedo porque el Padre es Omnipresente. Está con nosotros. Es Providente. Hasta los cabellos de nuestra cabeza contados. Para Él, cada uno de nosotros somos “únicos” e irrepetibles. Nos quiere y llama por nuestro nombre. Vamos de su lado. Su brazo es fuerte y nos hace cruzar las aguas procelosas de la muerte agarrados fuertemente de su mano que nos lleva a la otra orilla, a su casa, al cielo.

Finalmente Jesús exhorta a los suyos a que opten por Él. Que la opción fundamental de su vida sea una opción por Cristo y el Evangelio. Merece la pena vivir en plenitud el evangelio cada uno de nosotros en medio de nuestras circunstancias vitales.

Confesar la fe cristiana, tomar partido por el evangelio, dar la cara por Cristo son actitudes para todo tiempo y lugar donde vive un creyente. En nuestro mundo sabemos de lugares donde la persecución a los cristianos sigue aumentando el número de mártires por la fe. En otros lugares de la tierra la fe lleva a reivindicar derechos humanos fundamentales que son violentados diariamente y que la población mayoritaria sufre ordinariamente. A nosotros, en Europa, no parece amenazarnos la cárcel o la muerte porque seamos cristianos. Eso puede suceder de forma excepcional. Pero nos toca ser testigos de nuestra fe en los mil detalles de la vida ordinaria en medio de una sociedad cada vez más secularista y descristianizada donde campea la increencia y donde ser creyente en Dios parece algo superado y pasado de moda. El humanismo dice no necesitar de Dios para afirmarse a sí mismo. Los creyentes hemos de mostrar que Dios no se opone nunca al hombre y que solo desde Dios se puede llevar a plenitud el hombre. Con Dios, el hombre llega al cielo. Cristo ha subido al cielo y con él toda la humanidad tiene abierto el camino hacia la Vida. Sin Dios, no resulta fácil construir un mundo más humano y lo que es peor, es que ese mundo no llega a ninguna parte. Solo sirve para ir tirando, en el mejor de los casos, pero nunca se redime a aquellos que se han perdido por el camino a causa de las injusticias de unos contra otros y los demás encaran un “sumo bien” fundado en la nada.

El Papa Francisco, nos escribe una carta apostólica titulada “Grandeza y miseria del Hombre” para conmemorar a B. Pascal, un gran matemático, filósofo y teólogo del siglo XVII, que trató de responder desde el ámbito de la fe a lo que he hecho referencia arriba. Para él no hay ninguna oposición entre la verdad científica, filosófica y la verdad de la fe. Intentó explicar cómo la acción de Dios en el hombre no desmerece al hombre sino que lo puede llevar a la plenitud. El hombre perfecto es Jesucristo. No podemos avergonzarnos de Él. Es el único camio, la verdad y la vida que nos puede llevar a la plenitud y hacer o dar sentido a todas las cosas creadas, de forma particular al hombre que es hijo de Dios.

  1. Gonzalo Arnáiz Álvarez, scj.
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