¡QUÉ BIEN SE ESTÁ AQUÍ!

¡QUÉ BIEN SE ESTÁ AQUÍ!

El domingo pasado contemplábamos a Jesús como verdadero hombre: Un Jesús tentado por el diablo. Este segundo domingo de cuaresma podemos contemplar a Jesús como verdadero Dios: Un Jesús transfigurado y proclamado Hijo de Dios.

Jesús, vencedor de las tentaciones, sale del desierto animoso a anunciar la buena noticia de que el Reino de Dios está cerca e invita a la conversión del corazón para dar cabida a ese Reino.

Su inicio, parece arrollador. Le sigue mucha gente; cura enfermedades y hasta resucita a muertos; propone las bienaventuranzas como nueva ley del Reino de Dios. Su predicación es directa y coherente. Su vida es reflejo de lo que predica. Se acerca a los pobres y marginados y desentraña la maraña de poder que envolvía la sociedad de su tiempo. Choca con los “poderosos” de su tiempo y de su sociedad. Llegado un momento empieza a declinar la imagen y el seguimiento del “nazareno”. Sus seguidores se dan cuenta de que la cosa o “el Reino de Dios” no era una rebatiña de “paraísos” sino que los tesoros estaban escondidos y había que fajarse en buscarlos para encontrarlos. El camino que Jesús recorría era un camino de desprendimiento. No tenía donde reclinar su cabeza. Era un camino de servicio y de entrega: Ser el servidor de todos hasta dar la vida por el otro, aunque sea enemigo. Era un camino que pasaba por la humillación más espantosa. Ser crucificado como un malhechor. Ante esta perspectiva, el declive de sus seguidores estaba asegurado. Incluso sus más fieles acompañantes están ante la tentación del abandono. Había cosas que no entendían y arriesgar todo para seguirle podía ser mucho pedir.

Jesús no era extraño a la situación de sus “íntimos” y a él mismo le afectaba la duda. El mejor recurso que tiene para salir del impase es “subir al monte para orar”. Lo mejor es ir a la fuente y escuchar qué es lo que Dios quiere. Él con sus tres mejores seguidores sube al monte para hacer oración. Y los 4 se ponen en oración. Oración intensa. Tanto es así que San Pedro dice “qué bien se está aquí”. Qué bien se está en la cercanía de Dios y qué bien se está, si se está dispuesto a entrar en ese corazón de Dios o a entrar en esa voluntad de Dios.

En ese clima de oración sucede lo inesperado. Jesús se transfigura o es transfigurado. Jesús es penetrado por la fuerza del Espíritu, que ya tiene en plenitud, pero que parece que ahí rompe, o estalla o se manifiesta. La “divinidad” de Jesús se deja traslucir. Parece un anticipo de lo que sucederá el día de la resurrección, una vez pasado el trago de la amargura de la cruz.

Para que no haya dudas, se escucha la Voz de Dios: “ESTE ES MI HIJO, EL AMADO, EN QUIEN ME COMPLAZCO. ESCUCHADLO”. No cabe mayor revelación ni mayor confirmación sobre la andadura de Jesús, su mensaje y su vida. Dios se revela como PADRE. Recordemos que ese es el nombre con el que Jesús se dirige a Dios y con el que nos invita a nosotros que le nombremos: Padre nuestro. Dios se descubre y manifiesta como Padre y un Padre con entrañas de misericordia.

El Padre afirma que Jesús es su HIJO AMADO. Jesús es el enviado definitivo del Padre a este su querido pueblo para traer la buena noticia de la Salvación. Es el nuevo Moisés, el nuevo legislador, el nuevo David, el nuevo Pastor que guiará a su pueblo hacia la “Tierra prometida”, hacia la Salvación definitiva. Lo que Jesús ha hecho hasta este momento ha sido cumplir en todo momento la voluntad del Padre y por lo tanto lo realizado por Él es justamente lo necesario para encontrar o hacer el camino que lleva a la vida y a la salvación. No hay duda. El imperativo del Padre, para todos nosotros es: ESCUCHADLE. No dudéis de que Dios-Padre está siempre al lado de Jesús. Los fracasos entran también en el plan del Padre. Es necesario el abajamiento del Hijo hasta beber el cáliz de la pasión y muerte en cruz para manifestar los límites del Amor de Padre y los límites del Amor del Hijo. Son amores ilimitados.

Pasada la transfiguración y los acontecimientos allí sucedidos se quedan solos Jesús y sus tres acompañantes. Pero qué diferencia de ánimos entre el momento de llegada al monte y este otro momento en el que se disponen a bajar del monte. Bajan todos transfigurados. Bajan animosos y confortados. Jesús, en el camino de vuelta, les volverá a recordar su pasión y muerte y también su resurrección al tercer día. No serán tiempos fáciles, pero lo vivido en el Tabor les servirá para hacer su camino pascual. Seguirán los contratiempos y tropiezos, pero esta experiencia se convertirá en fundante y clave para los discípulos de Jesús y también para el mismo Jesús al que espera el paso por el monte de los Olivos y por el Gólgota.

La cuaresma es un camino sacramental que nos prepara y dispone para celebrar la Pascua con la mayor plenitud en nuestro existencial concreto. Nosotros sabemos que lo anticipado en el Tabor llegó a plenitud en el Calvario y en la realidad de un sepulcro vacío porque el que allí fue enterrado había resucitado de entre los muertos. Cristo es nuestra Pascua y Él es el contenido de nuestra Esperanza. La Pascua de Jesús es la pascua de Alguien que nos precede y va por delante en nuestro caminar. Pero no nos evita el esfuerzo del caminar con los contratiempos, tropiezos, oscuridades y dudas que se dan en ese caminar. Solo quiero decir que todo eso, para nosotros, está iluminado desde la seguridad del Cristo resucitado. Pero hemos de hacer el camino. Un camino que Pablo dice ser de “duros trabajos”. Y en este camino, también para nosotros acontecen momentos “tabóricos”. Momentos en que se palpa más intensamente la presencia de Dios en medio de nosotros. Y hablo del Dios Trinidad. Siempre caminamos empujados por la fuerza del Espíritu, guiados por el Buen Pastor que va delante y pasa por todos los vericuetos que hemos de transitar, y abrazados continuamente por el amor entrañable del Padre. Y estos momentos hemos de buscarlos, gustarlos, celebrarlos y comunicarlos.

Hemos visto que para Jesús tiene suma importancia la ORACIÓN. El domingo pasado se insistía en el Ayuno. Este domingo insistimos en la oración. Momento de encuentro de amistad con Aquel que sabemos que nos ama. En la cuaresma hemos de cuidar nuestros momentos de oración. Quizás tan solo el saber estar en silencio. También saber estar llamando a Dios, Abba. Padre nuestro; padre mío, tuyo y de aquel. También es un momento tabórico (en el Tabor) la eucaristía dominical. Eucaristía vivida en todo su significado de acogida, de encuentro, de escucha, de ofrenda, de alianza, de comunión, de AMEN. No podemos desdeñar la celebración dominical. Todo el domingo es un día dedicado al Señor. Momento de fiesta, de compartir y de encuentro, de descanso y de santidad. Hay otros muchos momentos en la vida donde palpamos el “Dios está aquí”.

Ciertamente hay que descender del Tabor y vivir la tarea de la vida “ordinaria”. Pero seguro que si hemos vivido la fiesta y compartido la esperanza, nuestro caminar será “menos duro” o más animoso porque sabemos que caminamos confiados al encuentro del Señor.

  1. Gonzalo Arnáiz Álvarez, scj.
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