«Bienaventurados los que crean sin haber visto»

«Bienaventurados los que crean sin haber visto»

La liturgia nos propone en este segundo domingo de Pascua el conocido relato del encuentro de Jesús con Tomás. Este texto del evangelio de Juan resuena de forma especial para nosotros, pues todo él gira en torno a la bienaventuranza con que Jesús concluye sus palabras al apóstol: «Bienaventurados los que crean sin haber visto», que sentimos como regalo y compromiso para nosotros. Efectivamente la Palabra de Dios de hoy nos invita a volver la mirada sobre nuestra propia fe, apuntando algunas ideas sobre cómo vivir este camino creyente. 

La figura de Tomás aparece como aquel que, casi a trompicones, va madurando su fe. No es diferente a los demás discípulos. De hecho, a pesar de haber conocido ya la noticia de la resurrección de Cristo, seguían, como dice el comienzo del relato, con las puertas cerradas por miedo. Aún queda el miedo porque la resurrección de Cristo aún no ha transformado sus vidas plenamente. 

Un primer dato llama desde el comienzo nuestra atención. Tomás no estaba con ellos cuando se aparece Jesús por primera vez. ¿Se encargaba de las provisiones del grupo y había salido? ¿Tenía miedo y pretendía separarse del grupo para volver a su Galilea natal? ¿Se ocupaba de ver cómo estaban los ánimos por la ciudad? No lo sabemos. Lo que sí descubrimos es que sin la comunidad Tomás no va a encontrarse con el Resucitado. Ciertamente hay encuentros personales, pero en este momento el evangelista quiere destacar la importancia de la presencia y la confesión del Señor en medio de la comunidad de los discípulos, lo cual será una constante en todas las narraciones del nacimiento de la Iglesia, tal y como escuchábamos en la primera lectura, y seguirá siéndolo a lo largo de su historia hasta hoy. En un tiempo como el nuestro, marcado por el individualismo, por la idea de que es posible creer sin comunidad, este relato nos recuerda que creemos como Iglesia, pues la fe es un acto personal y al mismo tiempo comunitario, como recitamos en cada Eucaristía en la profesión de fe.

A menudo la actitud de Tomás, ese querer pruebas visibles y tangibles, ha sido vista con un cierto desprecio, como si nosotros no hubiésemos reaccionado de la misma forma que el apóstol. De hecho, si nos fijamos en la historia de nuestra fe descubrimos también nuestros momentos de duda, de incomprensión y de dificultad a la hora de reconocer al Señor. También nosotros necesitamos repetir: «Creo, Señor, pero aumenta mi fe», como aquel hombre que en otra ocasión acudió a buscar ayuda en Jesús. La duda de Tomás, su lucha, y el encuentro definitivo con Cristo nos recuerdan nuestra propia historia de creyentes, que esto de creer no es fácil y mucho menos algo que ya se da por hecho.

La fe es un camino, a veces difícil, que implica y complica la vida, pero un camino, eso sí, que debe llevar a la confesión de Tomás, «Señor mío y Dios mío», es decir, a confiar en el Señor aun cuando no todo se comprenda, porque descubrimos en esas llagas y ese corazón abierto de Cristo la prueba más grande de su amor redentor, que nos ayuda a superar incluso nuestras limitaciones. 

Ahora sí podemos volver al comienzo del evangelio. Y encontramos por una parte la insistencia de Jesús en la paz. Es la paz que necesitaba Tomás frente a su duda. Es la paz que necesitaban los discípulos frente a su miedo. La paz que nosotros necesitamos frente a tanto sinsentido cotidiano y sobre todo frente a los interrogantes más profundos sobre el sentido de nuestra vida. Creer en Cristo resucitado, proclamarlo como nuestro Dios y Señor es lo único que nos puede dar la paz. 

Se entiende entonces por qué a este don de la paz sigue el anuncio de Jesús: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Quien ha encontrado en Cristo resucitado la paz no puede por menos que salir, animado por el Espíritu Santo, a proclamar esta Buena Noticia. La fe que se recibe necesita comunicarse con gozo. Ese es el testimonio que nuestro mundo necesita, como el de aquellas primeras comunidades cristianas cuya forma de vida, en torno a la caridad, la oración, la Eucaristía y sobre todo la alegría llevaban a la fe a sus contemporáneos. Quizá debemos preguntarnos si en esta indiferencia religiosa que nos rodea no somos también nosotros en parte responsables con nuestra falta de testimonio, personal pero también comunitario. 

«Bienaventurados los que crean sin haber visto». Las palabras de Jesús siguen resonando en nuestros corazones, no sólo como una bienaventuranza, sino también como una invitación constante a renovar nuestra fe, a pesar de las dudas, a pesar de las dificultades; una fe vivida en comunión y confesada en el mundo y para el mundo.

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