04 Abr Vete, y no peques más
El 5º domingo de Cuaresma, en la práctica, funciona como el último domingo de Cuaresma. El próximo domingo es el de “Ramos” y da inicio a la Semana Santa. Por lo tanto, este domingo cierra el ciclo de preparación pascual.
Por eso, la primera lectura es un aperitivo de la Pascua. Isaías recuerda las maravillas que Dios ha realizado y las que está dispuesto a realizar por su Pueblo. “Mirad que realizo algo nuevo y ya está brotando ¿no lo notáis?”. Los tiempos mesiánicos ya se hacen presentes. El Señor ya sale al encuentro de su pueblo en los tiempos presentes. Vendrán días de plenitud, cuando llegue el Mesías, pero ya ahora pregustamos los dones mesiánicos. Isaías es alguien que sabe leer los signos de los tiempos, las señales de la presencia de Dios en los avatares de la historia de su pueblo; la historia pasada y la historia presente. Y de esa lectura sabe sacar fe y esperanza para su pueblo.
La experiencia de Isaías, es parecida a la experiencia de Pablo. Ambas nacen de un encuentro con el Señor, que les cambia la vida. Pablo es el prototipo del cristiano que ha saboreado en su vida lo que es existir en Cristo. Todo lo anterior que había tenido en mucho, como buen fariseo cumplidor que era, lo considera basura ante la riqueza que supone el seguir a Jesús y participar con Él de la nueva vida resucitada. Pablo vive como un hombre nuevo, consciente de que todavía no ha llegado a la plenitud. Las promesas son futuro y él se encuentra en proceso de alcanzarlas. Pero a la vez camina o corre seguro por el camino de la vida, porque con él se encuentra el resucitado y la fuerza de su Espíritu. Y el Señor no defrauda.
Nuestra situación actual es también la de caminantes hacia la meta de nuestra vida que es Cristo o no es ninguna (la perdición). Todos nosotros, cristianos adultos, hemos de contar con experiencias similares a las de Isaías o de Pablo. El Señor ha salido a nuestro encuentro en diversas circunstancias. Nuestro encuentro con el Señor no puede ser de “oídas” sino que debe haber sido real. Cada uno de nosotros debería poder hacer un relato del paso del Señor por su vida. Hay un momento en el que yo dije SI: en el que yo me dejé seducir por el Señor y le dije que quería seguirle a donde quiera que fuese; decirle un SI incondicional.
En el tiempo de Cuaresma se me ha invitado a revisar este SI incondicional y ver hasta qué punto me han salido en el camino condiciones o rupturas. La Palabra me ha llamado a conversión y llega el momento de celebrar mi conversión y celebrarlo en la comunidad iglesia en el Sacramento de la Reconciliación.
La historia del Evangelio nos puede ayudar a descubrir lo que celebramos en la “Confesión”, al igual que nos puede servir la parábola del “Hijo pródigo” que se proclamó el domingo pasado. La lectura de hoy es preciosa. No es parábola. Es un caso real que sorprende y revela el ser y el hacer de Dios en su Hijo Jesús. Este Jesús que había criticado en muchas ocasiones a los leguleyos y que se había saltado algunas de las prescripciones de la Ley, cuando no estaban al servicio de las personas. Ahora, los cumplidores de la Ley, le traen un caso bien concreto en el que la Ley parece que era muy clara. Lapidación a las adulteras. Parece ser que con los adúlteros no se metía. Jesús hace silencio y no responde a la primera. Hace reflexionar y les invita a enfrentarse a sí mismos. “Quién esté libre de pecado que tire la primera piedra”. Se quedan desconcertados y pillados en su interior.
Todos se sienten pecadores de una u otra forma. Y son sensatos y empiezan a escabullirse empezando por los más ancianos. No cae ni una sola piedra a los pies de la pecadora. Cuando no hay nadie, Jesús se levanta y levanta a la mujer. “Yo tampoco te condeno” “no peques más”. Ciertamente Jesús desactiva la fuerza mortífera de la Ley y la convierte en fuerza sanadora. Dios no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva. Eso es lo que hace Jesús. La mujer, se va, y recompondrá su vida. El perdón ha sido amnistía total y aquella mujer se ha visto amada de una manera distinta a la que hasta ese momento había experimentado. Era amada por sí misma, por su valía como persona y no como instrumento de placer.
Durante estos días finales de la Cuaresma, en muchas de nuestras parroquias se celebra el Sacramento de la Penitencia comunitariamente. Permitidme unas “píldoras” para repensar un poco en este sacramento que está bastante devaluado en la praxis eclesial actual.
EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA es un Sacramento de la Iglesia. Es la Iglesia (comunidad de creyentes) la que se reúne para celebrar la misericordia del Señor.
El sacramento de la penitencia se da para el perdón de los PECADOS. ¿Qué es el pecado? Si hemos definido la vida cristiana como una vida de obediencia a Dios del que nos reconocemos hijos y por lo tanto hermanos entre nosotros, el pecado será un acto de desobediencia a Dios y de ruptura con los hermanos.
La vida de FE la hemos definido como un SI totalmente confiado a Dios. El pecado será un NO por el que cortamos totalmente con Dios. Le decimos: “No nos interesas”. Tenemos otros intereses que nos atraen más y queremos seguir esos intereses. Pueden ser, mi orgullo personal, mi yo, el dinero, el poder, mis conveniencias particulares u otras cosas. Construyo mi vida al margen de Dios.
Además, al decir NO a Dios, le digo también NO a mis hermanos, a mi comunidad, a la iglesia. Niego con ellos toda relación de fraternidad. Rompo la comunión. Vivo al margen de la comunidad-iglesia.
Para celebrar el sacramento de la reconciliación, es necesario reconocer que hemos pecado, y que queremos rectificar (convertirnos). Queremos levantarnos y volver hacia el Padre. Y también volver a la “casa común”, volver a la comunidad, volver a la iglesia.
En el sacramento de la penitencia vamos a celebrar la “Alegría del perdón”. Es el sacramento del encuentro con los hermanos, con la comunidad, un volver a casa y sentir el abrazo del Padre que nos acoge y perdona. Dios abraza y olvida; abraza y restablece lo que se había roto o perdido.
También recibimos el perdón de nuestros hermanos. Es la iglesia también la que perdona. Son nuestros hermanos los que nos perdonan. Está reunida la comunidad no solo para pedir perdón, sino también para testificar ese perdón y dar su perdón. Cuando voy al sacramento de la penitencia no solo voy a pedir perdón, sino que también voy a dar perdón, mi perdón al hermano que me ha ofendido o nos ha ofendido o simplemente se ha alejado.
Importante es que experimentemos la necesidad de purificarnos, de volver a la casa del Padre, porque es con mucho lo mejor, y que esta experiencia se traduzca después en fiesta de encuentro y de reconciliación. El sacramento supone un esfuerzo, una incomodidad porque es enfrentarme a mi yo, a mi intimidad para descubrir cosas que no van, pero eso me lleva a una gran liberación a la hora de reconocerlo, pedir perdón y experimentar que realmente Dios y la Iglesia me perdonan y acogen con nueva esperanza y confianza.
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