Señor mío y Dios mío

homilia

Señor mío y Dios mío

PASCUA 2º DOMINGO – A

Este domingo cierra el octavario con el que la Iglesia celebra como un solo día el acontecimiento central de nuestra fe: La Resurrección de Jesús.

El Evangelio de Juan que se proclama en este día, nos habla de la primera aparición de Jesús  en el anochecer del primer día de la semana a sus discípulos; posteriormente nos habla de otra aparición de Jesús a los suyos en el octavo día. Cada una de estas apariciones tiene sus características.

La primera acontece en un primer día sin ocaso; un día que se alarga en la noche que teóricamente pertenece ya al día siguiente. Juan y la primera comunidad de creyentes afirman que con la resurrección de Jesús se inicia un nuevo tiempo donde el nuevo sol es Jesús resucitado y éste ya no tiene ocaso ni fin. Su luz permanece para siempre.

En esta primera aparición Jesús sorprende a los suyos, encerrados por miedo a los judíos y para nada expectantes de la visita de un Jesús resucitado. Me parece oportuno indicar esta apreciación. Hay quienes dicen que para ver al resucitado era necesaria la fe. Sería mejor decir que es necesaria una apertura a la fe. Pero la aparición del resucitado no viene provocada por la fe de los discípulos sino que es tan solo debida a su iniciativa. Él viene a su encuentro. La fe de sus discípulos en el resucitado vendrá provocada por esta experiencia de encuentro con Él.

Jesús, a los suyos, se identifica con las señales de la crucifixión. Son las llagas de sus manos, pies y costado las que indican su identidad con aquel que el Viernes Santo había sido crucificado, muerto y sepultado.  La resurrección es la victoria sobre la muerte; es la prueba de que Dios estaba con él y que toda su trayectoria de vida había sido sustentada y aprobada por el Padre. La última palabra y la definitiva sobre la historia del hombre la tiene Dios-Padre; y esa palabra es de Victoria y de Vida.

El encuentro con el resucitado provoca una inmensa alegría en aquellos que le reconocen y obrará en ellos un cambio radical en sus vidas. Desde ese momento serán “otros” hombres. El miedo se evapora y se convertirá en “parresía” o fuerza para ser testigos cualificados del Evangelio.

Jesús es la PAZ, el gran “Shalom” o la gran bendición de Dios sobre la humanidad. Todos los dones de Dios, los mejores, se reúnen  en esta palabra “Paz” que es la misma persona de Jesús. Y esta Paz es la que transmite y da a los suyos a través del Don de su Espíritu con el que crea la comunidad-iglesia  en su núcleo inicial.

El octavo día señala principalmente la comunidad de creyentes que se unen en torno al resucitado. Él es el centro que dinamiza la comunidad. Pero observemos que es una comunidad del todo particular.

Santo Tomás aparece en este octavo día. Y es paradigma del creyente de todos los tiempos; o mejor dicho, de un tipo de creyente que nos resulta muy simpático porque se acerca mucho a nuestra misma posición y a nuestro proceso de fe.

Tomás no cree. No cree el testimonio de sus hermanos ni de las mujeres. Si no lo ve con sus propios ojos no lo creerá. Quiere tocar y ver. Nosotros queremos ver para creer.

Jesús accede a las exigencias de Tomás. Le llama y le invita a tocar sus llagas y su costado. Tocar para ver. Tomás toca. No toca un fantasma; toca un ser vivo de carne y hueso. Toca y cree. Posiblemente ya antes, al ver a Jesús empezó a creer, empezaron a tambalearse sus prejuicios y dudas y se debió acercar a Jesús un tanto ruborizado. La iniciativa de Jesús, su amor y confianza, arrancaron de los labios de Tomas una hermosa profesión de fe: SEÑOR MIO Y DIOS MIO. Reconocer a Jesús como Señor y como Dios es el resumen de la fe de todo creyente.

Ciertamente Tomás cree porque ha visto pero cree a tope. Ya no vacilará. Será testigo fiel.

Y el Evangelio sigue poniendo en boca de Jesús una nueva Bienaventuranza. Bienaventurado el que cree sin haber visto. Y ahí estamos nosotros. La “visión” de Jesús es un acontecimiento histórico que sucede ante aquellos que han vivido con Jesús en su andadura de Galilea y Judea. Solo ellos pueden identificar el resucitado con el crucificado. Y ahí se fragua la fe de los primeros testigos. Ellos serán los transmisores de esta realidad y de esta experiencia vital para ellos. Todos los demás, cristianos de segunda y milésima generación no podemos “ver” al resucitado, pero podemos creer en el resucitado apoyándonos en el testimonio de los Apóstoles y en la vida del resucitado en medio de la comunidad creyente. Él está en medio de nosotros cuando nos reunimos en su nombre.

La primera comunidad creyente, la apostólica, vemos que era una comunidad de gente que se amaba y no excluía a nadie por supuestas infidelidades. Acepta a Tomás aunque fuera crítico y escéptico en un momento dado. Son pacientes con él y esperan su oportunidad. Oportunidad que se le dará a Tomás justamente cuando hace comunidad. No estaba en la primera ocasión y no vio al Señor. En la segunda ocasión sí estuvo y lo vio y creyó. La comunidad abraza al díscolo y espera su oportunidad. No excomulga sino que respeta, acompaña y fortalece y anima para que crea y se convenza por sus propias fuerzas en una determinada situación personal. Esto es algo en lo que deberíamos pensar en nuestra comunidad iglesia de hoy. El Papa Francisco creo yo que ha entendido esto al hablar de una iglesia hospital de campaña o iglesia en salida poniendo por delante la misericordia y el perdón. Su última homilía, en el Jueves Santo a los sacerdotes, les habla de esta invitación a perdonar sin descanso. Y su actitud permanente en la iglesia es la de aparecer como servidor y no como Vicario de Cristo, cuyo título ha rechazado.

La lectura de los Hechos de los Apóstoles nos narra cómo vivía la primera comunidad de creyentes: “Los hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones. Vivían unidos y tenían todo en común”

Es un programa hermoso para todos y cada uno de nosotros. Habrá tiempo de profundizar en estos hechos, pero ahí está el retrato robot de lo que deberían ser nuestras comunidades eclesiales en sus distintos niveles de participación. En esta situación de “confinamiento” se ha puesto a valer la comunidad iglesia doméstica. Nunca hasta hoy, en muchos lugares, la pascua se ha celebrado en torno a la mesa familiar, presidida por el padre de familia. Algunos recordarán esto como gesto único y nos podíamos preguntar por qué los cristianos no hemos sabido o no nos han iniciado en las celebraciones domésticas más allá del rosario en familia; que no está mal, pero que no llega a la riqueza de una celebración de la palabra o de una pascua en familia.

La iglesia también es y sobre todo comunidad de fe en la parroquia, en la diócesis y en la comunión mundial de todas las iglesias con aquel que es el servidor de la caridad, el obispo de Roma. Es en esas comunidades donde principalmente deben brillar las notas de la comunidad pascual. Vivir la Liturgia, la comunión fraterna, la enseñanza o catequesis y el compartir los bienes en el servicio a los más necesitados.

Seguimos en el día del Señor, en la Pascua de Resurrección.

Proclamamos de nuevo que este es el día que ha hecho el Señor. Sea nuestra alegría y nuestro gozo.

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Gonzalo Arnaiz Alvarez scj
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