23 May Haremos morada en él
Cristo es nuestra Pascua inmolada. El misterio pascual no es solo el acontecimiento “Cristo resucitado”, sino que es eso y mucho más. La Pascua de Jesús encierra en ella toda la historia de la Salvación, y por tanto esa historia está fraguada por Dios – Trinidad como actor principal y también por nosotros que somos los beneficiarios de esa Pascua, pero en la que entramos respondiendo activamente a la llamada amorosa de Dios, la cual recibimos como don y tarea.
El Evangelio de Juan de hoy toca a todos los protagonistas de la historia de la Salvación: Dios-Padre, el Hijo y el Paráclito o Espíritu Santo por una parte y al hombre por otra parte.
Marca el principio del amor como realidad sustantiva de Dios y del hombre. “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”.
Amar a Jesús es amar su Palabra (todo su mensaje) y por lo tanto es vivir actualizando toda la palabra de Jesús en la vida del discípulo. El amar lleva al obrar en consecuencia. No es posible amar y no hacer. En el hacer va el mismo amar al que nos ama. Un amor que es entrega al que antes se te ha entregado. Y Jesús no puede separarse él mismo de su amor fontal que es el Padre. Y por tanto acoger a Jesús es acoger al Padre; amar a Jesús es amar también al Padre.
Y el Padre entra en acción. El Padre amará al discípulo. Sinceramente creo que la traducción no responde adecuadamente a la realidad. El Padre “trabaja siempre” o actúa siempre. El Padre es Amor desde siempre y su amor al “discípulo” no está condicionado nunca. Es permanente. Por eso, el Padre no ama al discípulo, porque este le ame antes. El amor del Padre no es una acción futura. Lo que sucede es que el discípulo ha abierto la puerta para que le penetre el amor del Padre y del Hijo. El amor del Padre se puede ahora manifestar también en el discípulo. Y la presencia del Padre y del Hijo en el discípulo, es de tal calibre que se convierte en “morada” de Dios. Somos inhabitados por la Trinidad. Somos templos vivos del Dios viviente. No hay espacios vacíos ni mediaciones intermedias. Dios lo llena todo y lo penetra todo. Nuestra relación con Dios es directa, solo con un mediador que es Cristo; pero un mediador que no separa sino que nos une porque nos integra en Él.
Es en este momento en el que Jesús nos revela al Espíritu Santo: “Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho”.
El Espíritu Santo es el Don del Padre y del Hijo y es el que provoca la realidad nueva en el discípulo. Es el que realiza la nueva creación. Nos hace “hijos” en el Hijo. Nos hace partícipes del Amor del Padre y del Hijo.
Jesús lo presenta como el que enseña todo y nos recuerda todo. Por el Espíritu, el memorial de la Pascua es siempre actual y por el Espíritu vamos conociendo el Hoy de Dios en cada una de nuestras vidas. Cada día se nos abre la posibilidad de elegir el camino que lleva a la vida cumpliendo la voluntad del Padre o guardando las Palabras del Hijo.
Por eso, sigue diciendo, no tengáis miedo, que no tiemble vuestro corazón, no os acobardéis. Palabras fuertes y de ánimo, aún en medio de la desolación de los náufragos del Mediterráneo, de los campos de concentración, de los fugitivos de la guerra, de las hambres de África, de los sin techo, de los afectados por el paro. No temblar, no temer. Mirar adelante con esperanza. Todos rescatados en la mano de Dios, pero a la vez, todos convocados a la tarea de reconstruir corazones rotos y casas rotas. Es una tarea ardua, difícil y duradera. No podemos pasar de ella y dejar caer en el olvido estas situaciones dramáticas. A muchos nos y les toca ser signo sacramental de esta cercanía de Dios y de este estar presente Dios en medio de la hecatombe y de todo ser humano que sufre.
El Apocalipsis 21, 10-23 habla de esta ciudad que baja del cielo, la Jerusalén celestial, donde ya no hay santuario alguno (se hace cierto aquello de adorar a Dios en espíritu y en verdad) donde la luz que ilumina es Dios mismo, el Padre, y el Cordero. Esa es nuestra esperanza, pero no me cabe la menor duda de que el autor del Apocalipsis no piensa solo en futuro, sino que ve realizada esta concreción de la ciudad santa de alguna forma en el presente histórico que vivimos. La venida del Reino, no es solo esperanza futura, sino que también es o se anticipa en el presente, porque Cristo nuestra Pascua ha sido inmolado y ha acarreado la bendición (paz) de Dios sobre todos nosotros ya ahora.
El libro de los Hechos 15, 1-29 narra el acontecer en la historia de esa esperanza futura. Se navega desde el principio entre dificultades, pero se sale adelante airosos mientras se mantenga la comunión y la fidelidad al Espíritu Santo que es el que va desbrozando y empujando para que vaya avanzando el Reino de Dios. El llamado “Concilio de Jerusalén” nos muestra como el agente principal en la marcha de la comunidad creyente o Iglesia es el Espíritu Santo. Se necesita el estar juntos o reunidos en el nombre del Señor y permanecer abiertos a la acción del Espíritu. Este Espíritu saca a la iglesia de los límites impuestos por la cultura, la sangre y el espacio geográfico, la religión, y empuja la evangelización y la Buena Noticia de la Resurrección del Señor hacia tierra y culturas ajenas al judaísmo.
La iglesia es misionera desde el inicio; pero lleva el Evangelio como en vasijas de barro. No se debe cambiar el Evangelio, pero las vasijas si se pueden cambiar. La tarea de inculturar el evangelio no ha terminado ni terminará nunca. Y inculturar no es solo en las culturas distintas a la europea, sino que también aquí tenemos la tarea de evangelizar esta cultura nuestra donde el valor Dios, Jesucristo, Iglesia no se cotiza al alza sino todo lo contrario.
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