26 Jun Sígueme
Retomamos el “Tiempo ordinario” que interrumpimos allá por el mes de marzo para iniciar el tiempo cuaresmal y posteriormente el tiempo pascual. Dejamos a Jesús recorriendo Galilea con sus discípulos anunciando la llegada del Reino de Dios. Se cierra esa etapa de evangelización con la “encuesta” que Jesús hace a los suyos sobre: ¿Quién dice la gente que soy yo?; y la otra pregunta más importante: ¿Quién decís vosotros que soy yo? Pedro responde aquello de: “Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”.
Las preguntas no son un capricho para el autobombo. Se trata de buscar juntos y confirmar opciones desde la experiencia de fe de todos los del grupo. Para Jesús es un momento de discernimiento personal y de tomar algunas decisiones muy concretas a la vez que comprometidas. En ese momento y de ese momento nos habla el evangelio de hoy. Un evangelio que utiliza un lenguaje “duro” y radical. Además se usan expresiones tomadas del refranero popular que siempre nos resultan extrañas porque no conocemos su alcance y se corre el riesgo de hacer una comprensión literal del dicho y nos equivocamos de su contenido
En el Evangelio de hoy (Lc 9, 51-62) Jesús toma la decisión irrevocable de ir a Jerusalén. Hasta ahora se había limitado al anuncio del evangelio en su Galilea natal. Ahora, ha llegado el tiempo de enfrentarse al momento decisivo de su misión: Ir a Jerusalén, la ciudad de David, y anunciar allí el Reino de Dios. Subir a Jerusalén supone arriesgar mucho; supone enfrentarse al poder institucional de Israel. Jesús sube a Jerusalén para anunciar un tiempo nuevo de liberación y misericordia que supone un cambio de óptica en la interpretación de la Ley, del Templo y de los límites espacio temporales del “pueblo de Dios”.
La misión es de alto riesgo, porque pocos profetas habían salido vivos de esa misión. Jesús lo sabe, pero toma su decisión irrevocable al respecto. Y dicho y hecho. Se ponen en camino. Un camino que pasa necesariamente por Samaria, un pueblo de renegados porque su origen es pagano, resultado de repoblaciones de exilados e inmigrantes, y no adora al Dios del templo de Jerusalén.
El paso por Samaria no parece ser del todo exitoso. No es acogido porque va de paso a Jerusalén. El camino empieza a ser difícil desde el principio. Jesús encaja la situación. Hay muchos prejuicios y no es fácil discernir la verdad, así, de buenas a primeras. Los habitantes de Samaria muestran cierta intolerancia. Los discípulos quieren dejar una marca de fuerza y escarmiento: ellos son los portadores de la verdad y Dios está con ellos.
Jesús abre las puertas a la tolerancia y al respeto, y también a la paciencia de Dios. Es necesario respetar tiempos de maduración y esperar lo mejor de cada uno. No vale el castigo y la venganza. Primera lección a aprender, que casi nunca está de menos recordar y que casi nunca nos apetece cumplir. Nos va mucho más el topetazo que la vaselina. De hecho, Jesús, en su evangelio, nos mostrará el corazón de muchos samaritanos que supieron obrar según Dios.
Además, en este mismo evangelio aparecen tres samaritanos que han acogido el mensaje de Jesús y están dispuestos a seguirle. Y aparecen las condiciones que son necesarias para seguir a Jesús.
Ante todo, el Evangelio remarca una actitud de “urgencia”, de “salida”, de “ya ahora”. No dejar para mañana lo que se puede hacer hoy. La llamada de Dios parece pedir una respuesta inequívoca; parece pedir una decisión irrevocable; una entrega absoluta de la persona. No valen medias tintas, ni medios tiempos.
Al primero que dice querer seguirle, Jesús le deja claro que no puede ir detrás de él para conseguir “ínsulas baratarias”. Seguir a Jesús no es para medrar económicamente o socialmente. El tesoro del Reino no se guarda en cofres sino que se desparrama en el amor fraterno.
Al segundo, es Jesús mismo el que le dice: “Sígueme”. Es Jesús el que le llama e invita al seguimiento. La respuesta es titubeante. Existen en su vida preocupaciones que le atan. Jesús le invita a romper con esos “asimientillos” y que vaya a anunciar evangelio entre los suyos, entre los samaritanos.
El tercero muestra su intención de seguirle, pero tiene el “corazón partido”. Jesús deja claro que no se puede ser discípulo a “medio gas”; que no se puede nadar y guardar la ropa. Es necesario dejar atrás el pasado y mirar hacia adelante con decisión decidida. En lenguaje paulino diríamos que el pasado pasa a ser basura ante la novedad del Reino y el seguimiento de Jesús. Es necesario mirar hacia adelante con ilusión y esperanza poniendo nuestras seguridades en el Dios del Reino.
Después de este chaparrón, aquí estamos nosotros que nos decimos discípulos de Jesús.
¿Realmente nuestra decisión por Jesús es instancia primera en mi vida? Si somos sinceros, nos miramos y vemos en nosotros un dechado de mediocridad. Nuestra vida navega entre un “sí pero no” y un dejar para mañana mi momento de conversión.
Ciertamente la fe es un camino y un proceso que debe ir creciendo poco a poco y día a día. Pero justamente porque es proceso no puede interrumpirse o entrar en “off” cuando nos apetece. No avanzar es retroceder.
Nuestro mundo circundante no es muy dado a valorar positivamente las decisiones irrevocables. Es mejor vivir el momento o el “carpe diem” que lleva a la persona a vivir cerrada en sí misma y para sí misma. El evangelio de Jesús llama a perder la vida por el otro, nos llama a entregar la vida en favor de los demás. Será algo contracorriente y difícil de testimoniar. Pero a eso estamos llamados. Para nosotros subir a Jerusalén significa vivir la fraternidad evangélica; significa afirmar que el centro de la historia y de la vida no soy “yo” sino que somos “nosotros” abrazados por el gran “Nosotros” que es la Trinidad.
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