DOMINGO I DE ADVIENTO (B)

DOMINGO I DE ADVIENTO (B)

Hoy iniciamos el camino de Adviento, y con él otro ciclo litúrgico, el ciclo B. Se trata de un periodo fuerte que nos saca de lo cotidiano para conducirnos a la Navidad; de un momento de reflexión que nos despereza de la comodidad y la frivolidad del olvido; de una oportunidad más para alcanzar lo que anhelamos como personas. Durante el Adviento, el Espíritu mismo cuida del tiempo y se presiente en la historia como nunca. Algo grande y nuevo va a suceder…, luego tenemos una razón vital, un sentido, un porqué para levantarnos cada mañana y esperar.

La primera lectura de Isaías tiene la misión de inculcarnos este espíritu adventicio. El profeta anuncia que no todo está perdido, que existe un motivo de ilusión para el pueblo de Israel y para cada uno de nosotros, con origen en Dios mismo: “Jamás se oyó un Dios que hiciera tanto por quien espera en él” (64,3). Dios no está lejos, no nos abandona; está presente en la historia y nos acompaña para reconducirla a su fin último. Si nos ponemos en sus manos de alfarero, nuestra vida de arcilla será recompuesta y remodelada.

El evangelio recoge una parábola que nos hace comprender qué significa vivir en “modo Adviento” y preparar el regreso de Cristo. El Señor vino, viene y vendrá, al final de nuestra vida, y al final de los tiempos para juzgar a vivos y muertos, y reunir a la humanidad entera en la vida plena del Reino de Dios. Esta venida definitiva de Jesús es comparada a la de un hombre que se fue de viaje y encomendó a cada uno de sus empleados una tarea. Especialmente importante y de confianza era la del portero, que debía custodiar la propiedad y velar para excluir a los indeseados y abrir la puerta a los benefactores. Al igual que un portero, cada uno de nosotros, cristianos, estamos llamados a vivir aguardando la venida del Señor de la casa. Se nos exhorta a estar atentos, vigilar y velar, porque no sabemos cuándo vendrá. Y… no debe encontrarnos dormidos.

A todos se nos ha confiado una tarea concreta en lo que vuelve el amo. Tener esperanza, en sentido cristiano, es más que esperar pasivamente. El cristiano vigilante es el que se activa y no se desilusiona ni se desanima. Vive, defiende, obedece, ama, cuidando, como buen portero, de los otros.

¡Ojalá Dios se muestre una vez más y sea fiel!, ¡qué rasgue los cielos y baje por sorpresa! (cf. Is 63,19). Y que podamos decir: la rutina de las tareas encomendadas no nos distraído ni adormecido; ¡hemos estado atentos no por temor, sino por amor!

 

 

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