EL CIELO EMPIEZA AQUÍ

EL CIELO EMPIEZA AQUÍ

En todos los domingos del tiempo pascual venimos descubriendo el dónde encontrar a Jesús resucitado a quien no vemos. Haciendo recuento, por aquello que es el último domingo “ordinario” de la pascua, decimos que la “ausencia” de Jesús es “presencia”. Somos nosotros los “ausentes” que debemos recolocar nuestro modo de vivir y de relacionarnos con la realidad. Debemos salir de rutinas y dejarnos sorprender por los acontecimientos que nos rodean que son los lugares de presencia del resucitado.

Hemos visto cómo podemos encontrarle en los hermanos de la comunidad cristiana o en los hermanos del ancho mundo donde la fraternidad se va realizando. La comunidad es fundamental para “ver” al Señor en medio de nosotros.

Hemos visto que se le puede encontrar en la fracción del pan, en la acogida del hermano, en el peregrino o el que está a la vera del camino.

Hemos visto que se le puede encontrar en la oración, en el diálogo del tú a tú con el amigo; en el saber que él es el Buen pastor que nos lleva de su mano, que va siempre delante, que nos protege y guía.

Hemos visto que le podemos encontrar por los caminos de la vida, sabiendo que él es el camino, la verdad y la vida. Caminante que se hace camino para llevarnos a la casa del Padre donde hay muchas moradas.

Este domingo, el evangelio de Juan 14, 15-21 va a decirnos que podemos encontrar a Jesús en lo más íntimo de nuestra interioridad. Es un evangelio de alta mística que refleja la realidad vital del creyente. No hay que tener miedo de hablar de estas cosas. Estamos hablando de lo que significa para mí el estar salvado en Cristo.

Muchas veces nos pasa que hablamos de las cosas periféricas y casi nunca hablamos de lo nuclear o verdaderamente importante, que es lo que hace que las periferias tengan valor. En nuestra vida cristiana poco tiempo le dedicamos a hablar de nuestra experiencia de vida resucitada.

El evangelio de hoy es continuación del leído el domingo pasado. Es un paso más en el descubrimiento de la intimidad de Jesús. Recuerdo que está dicho en un momento de una intensidad emotiva muy particular. Una cena de despedida de amigos donde un sabe que va a ser entregado a la muerte. Las palabras de Jesús suenan así: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que os de otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la Verdad”.

Durante el lavatorio de los pies, Jesús se atrevió a decir: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado”. No hay mandamientos sino mandamiento. Este es el núcleo y de ahí saldrán “los mandamientos”.

Para comprender estos andamientos de Jesús, hemos de tener en cuenta que El primero que ama hasta el extremo es Jesús. Nadie tiene mayor amor que el dar la vida por el otro. Es fundamental descubrir y aceptar ese amor primero. Ese amor provoca mi amor hacia Jesús, pero de inmediato y a la vez deriva hacia “los otros”. Surge la fraternidad. Y de la vida-experiencia del amor de Jesús y del amor fraterno se viven y cumplen “los mandamientos” que nunca se enumeran sino que son las respuestas del cada día a las que me lleva la fraternidad. No podemos olvidar aquello de “tuve hambre, sed, fui peregrino, desnudo, encarcelado… para ver donde se concretan “los mandamientos”. Los mandamientos se cumplen desde “el amor”; son fruto del amor. Del amor de Jesús hacia nosotros; del amor de nosotros a Jesús y a los “nosotros” que son nuestros hermanos.

Y es de este “amor” del que Jesús vuelve a hablar y le va a llamar “otro Paráclito”, el Espíritu de la Verdad-Fidelidad-Lealtad. Y vuelve a hablar del Padre que nos lo regalará por medio del Hijo. El Hijo es el que pide y el Padre lo da por el Hijo. Jesus es el único mediador entre el Padre y nosotros para que seamos uno con él y con el Padre.

Es aquí donde se rompen todos los esquemas; el misterio de la encarnación llega a su culmen y el hombre llega a ser la morada de Dios. Es la revelación del Misterio de la Trinidad en acción.

Las moradas que Jesús iba a preparar, resulta que somos cada uno de nosotros. Por su resurrección el Espíritu de Lealtad se nos regala y da a cada uno de nosotros y de esta manera estamos engarzados en la misma Vida de Dios Trinidad. Somos hijos en el Hijo, amados del Padre y abrazados en el Espíritu. Un abrazo que es vivificante y a la vez nos trasforma y deifica.

Dios no es ajeno a esta realidad nuestra ni vive en esfera aparte. No hay zona sacra y profana. Dios en Jesucristo rompe todas las fronteras y es realmente Padre que nos ama en el mismo amor que ama al Hijo. El Hijo es el Viviente que da la vida permanentemente por medio de su Espíritu. Nosotros tenemos la misma vida de Dios.

Dios habita en nuestros corazones por el Espíritu que se nos ha dado y por lo tanto nosotros habitamos o somos habitados por Dios. Todos consagrados, todos de la estirpe divina, todos pueblo sacerdotal. Esta historia nuestra está transida de Espíritu Santo y por lo tanto la presencia de Dios y su fuerza está garantizada en cualquier parte, en cualquier circunstancia, en cualquier persona.

Vivir esto es vivir el misterio pascual en plenitud y eso pasa necesariamente por vivir los mandamientos de Jesús desde la dinámica de su Espíritu. Vivir esto es vivir en esperanza y alegría que a la vez es testimonio de una vida nueva. Es posible y empieza a ser real el amor fraterno, solidario, compasivo, afable, propositivo y que trata de que esto se plasme en las estructuras sociales. El Reino de Dios es posible, porque Dios lo empuja y nosotros nos dejamos empujar por su Espíritu. El cielo no está “más allá” sino que ya está aquí porque Dios inunda toda esta realidad y la hace muy suya. Todas las cosas están en Dios, o Dios en todas las cosas, guardando cada una su especificidad, sin diluirse ni perdiendo identidad. En Él nos movemos, existimos y somos. Ningún panteísmo. No todo es Dios ni todos somos Dios; pero todos somos-en-Dios y desde Dios – Trinidad. En Él nos movemos y existimos.

Hoy la iglesia celebra el día del enfermo y también del anciano. En muchos sitios se celebra el sacramento de la Unción dentro de la eucaristía dominical. Celebrar la Unción del Espíritu no es otra cosa que proclamar este misterio pascual de sabernos siempre de la mano de Jesús y al cobijo del amor del Padre y que en toda circunstancia Él está a nuestro lado. A la vez significa para aquellos que estén sanos y sean jóvenes o robustos, reconocer que los enfermos y los ancianos son “mandamientos” de Jesús para nosotros: reconocer que ellos son los sacramentos de la presencia del resucitado y que son los miembros más importantes para la iglesia y que por lo tanto merecen cuidado, atención y mimo hoy y todos los días. Deben tener una atención preferente para todos los creyentes, para la comunidad y para aquellos que en la comunidad son los primeros servidores.

  1. Gonzalo Arnáiz Álvarez, scj.

 

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