Homilía – Jueves Santo

Homilía – Jueves Santo

Habiendo amado a los suyos,

los amó hasta el extremo

Homilía – Jueves Santo

Hoy me gustaría centrarme en unas pocas palabras que aparecen en el evangelio que hemos escuchado en este Jueves Santo. El evangelio de Juan decía así: “Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.

Hoy celebramos precisamente este amor. Un amor que conoce un pasado, encerrado, sin quererlo, en este “Habiendo amado a los suyos”. La historia del pueblo de Israel ya nos adelantaba parte de este amor. Dios, y así lo hemos escuchado en la primera lectura, había decidido amar a los suyos, a su pueblo, hasta el punto de rescatarles y salvarles del dominio y la peligrosa prepotencia del faraón, que se creía todopoderoso. Y así, a través de Moisés, abre para el pueblo de Israel, para el pueblo de Dios, un nuevo horizonte de esperanza y libertad. Hay un pequeño detalle en esta historia que hemos escuchado que tal vez nos dé un poco de luz: Moisés, significa, como nombre, el “rescatado” de las aguas, aludiendo a su niñez, cuando dejado por su madre en una cesta fue recogido por la hija del Faraón. Así, el salvado por Dios se convierte, también, en salvador del pueblo. Y todo, por amor de Dios.

Con Jesús esta salvación por parte de Dios da un último paso, el más importante. Ya no se trata de salvar al pueblo por medio de un hombre, como lo hizo con Moisés: Dios mismo se implica en esta salvación y lo hace a través de Jesús, su mismo Hijo, el verdadero Salvador y Salvado por Dios de la muerte. Y, como sucedía en el relato del Antiguo Testamento, lo hará por amor. Es la segunda parte de las palabras que os recordaba al inicio: “Los amó hasta el extremo”. Dios lleva su amor, su entrega, su pasión, su salvación, hasta el extremo, hasta el punto de rescatarnos y salvarnos del dominio, no ya del faraón, sino de la misma muerte a la que nosotros, inconscientemente, convertimos en todopoderosa sin serlo. El “amor hasta el extremo” de Jesús, de Dios en Jesús, se muestra, hoy, en dos gestos que de manera particular recordamos y actualizamos en nuestra eucaristía: el don de sus palabras sobre el pan y el vino y el gesto, rompedor y con un punto de extravagancia, del lavatorio de los pies. Ambos, forman una unidad inseparable, dos pasos que, unidos, nos desvelan y revelan quién es este Dios que nos salva.

El paso que Dios da con la institución de la Eucaristía es un paso de confianza hacia nosotros, la humanidad, los hombres y mujeres de nuestra tierra. Y digo de confianza porque lo que hace Jesús es confiar sus palabras a hombres de carne y hueso, dejar en las manos de los hombres la capacidad, de, ¡atentos!, hacerle presente en medio de nuestro mundo. No hay mayor amor que el amor del que confía la propia vida y existencia a otro. Y eso es lo que hace Jesús en aquel cenáculo, en aquella sala y rodeado de los Apóstoles: amar hasta el punto de confiar en que ellos, con sus imperfecciones, continuarán esa tarea de “amor hasta el extremo” haciéndole presente en la Eucaristía.

El otro paso, que es inseparable de este, es el del lavatorio de los pies. Y es inseparable porque el amor no puede quedarse sólo en palabras, sino que ha de ponerse en práctica. Qué mejor manera de hacérselo comprender a los Apóstoles que realizando un gesto reservado a los esclavos y sirvientes: ceñirse la toalla y lavar los pies, uno a uno, de los que estaban allí. Es la expresión del amor que se entrega y se pone de rodillas, el amor del que se hace pequeño para dejar espacio a otro, el amor que reconoce en los demás un don a cuidar y salvar.

Termino. Cada vez que celebramos la Eucaristía reproducimos y actualizamos este “amor hasta el extremo” de aquella noche. Con las palabras de Jesús reconocemos su amor que se traduce en confianza hacia aquellos que, hoy, estamos encargados de hacerle presente en virtud del sacerdocio. Una confianza inmerecida y, por experiencia personal, desbordante. Confianza también en los que lo comulgamos, al convertirnos a todos en sagrarios vivientes, en templo de su cuerpo, en misioneros de su amor y su ternura en medio de un mundo que necesita, como aquella noche los Apóstoles, de nuestra caricia y de nuestro cuidado.

Que Dios, el que nos amó, nos ama y nos seguirá amando hasta el extremo, recompense tanto amor con la vida verdadera. Que así sea.

P. Ángel Alindado

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