Ideas que matan

Ideas que matan

Se hace necesario una nueva forma de conciencia. Un pensamiento basado, hasta dónde se pueda, en certezas y consensos. Un pensamiento colectivo que respete al individuo y sus anhelos, pero que lo abra también a las necesidades de los demás y a un proyecto colectivo.

Dicen los acérrimos defensores de la libertad absoluta de expresión que las ideas no matan, matan las armas y las personas que las empuñan. No puedo estar más en desacuerdo. Las ideas inspiran valores, los valores, actitudes y las actitudes, comportamientos. Los actos más abyectos no se improvisan, no son fruto espontáneo de un arrebato o de una demencia, tienen siempre su origen en ideas anidadas en la conciencia de las personas. Sí, hay ideas que matan. La ideología del amor cortés se cobró sus víctimas en múltiples duelos de insensatos que defendían a golpe de espada su honor. El militarismo devoró miles, ¡qué digo miles!, millones de víctimas en defensa de una patria que después se desentendía de ellas. Toda ideología tiene un residuo de exceso que puede tener consecuencias nefastas. También la ideología reinante de la posmodernidad: el relativismo.

El relativismo surgió de las cenizas de una modernidad herida que fracasó en su afán de dar explicación racional a todo. La ciencia parecía que conquistaba los límites del universo y, sin embargo, no daba respuesta a todos los enigmas más humanos.  El progreso se demostró tan peligroso que nos llevó al borde de la destrucción mundial. De este fracaso surgió la razón posmoderna: líquida, individual, sin verdades absolutas. De repente se declaró que la medida de todas las cosas era el individuo, la verdad no era tal sino que dependía del criterio de cada uno. Nada es absoluto. Todo es relativo. Benedicto XVI lo define así: “la dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que sólo deja como última medida el propio yo y sus ganas”. Esta ideología alegre y desenfadada ha dado cobertura a una especie de mentalidad festiva en la que todo el mundo reía y disfrutaba de la vida dejando en un segundo plano planteamientos éticos. El relativismo encierra toda la realidad en el comodísimo pero estrecho cobertizo de la propia conciencia. Y sí. Se ha convertido en una dictadura, porque justifica cualquier tipo de conducta. Atónitos presenciamos cómo cientos de personas se atreven a salir a la calle sin mascarilla, negando incluso la existencia del virus. Y es que los negacionistas son los hijos del relativismo. Son la consecuencia fatal de encerrar toda la verdad en el individuo. Emite un juicio prematuro, o una noticia falsa. Basta que alguien se lo crea, para que se convierta en verdad. Las redes sociales y la estupidez humana hará el resto. Podría haber sido una triste broma, una rareza traviesa de gente sin seso, si no nos pusieran a todos en peligro. Por eso el relativismo mata. Además, mata injustamente porque sus víctimas no son sus correligionarios, sino inocentes que pasaban por allí. Esta es la tragedia de la postmodernidad: nos ofreció el paraíso individual, pero resulta que no somos islas, estamos irremediablemente unidos al mismo destino. Mis decisiones afectan inexorablemente a los demás. La pandemia no pide permiso, ni depende de la opinión de cada uno. Es una verdad desagradable y tozuda. Su control no depende de opiniones, sino de responsabilidad. Pero la responsabilidad es una palabra tan grande que no cabe en el estrecho entendimiento del relativista.

Mientras Occidente estaba en su festín de opulentos despreocupados, el resto del mundo sufría las guerras, las pandemias y la miseria. El relativismo ha dado cobertura a este desenfreno de consumismo y de inconsciencia. Es curioso que muchos de los más acérrimos defensores del relativismo son casi siempre personas instaladas en el bienestar. De hecho es una ideología burguesa, los pobres no se la pueden permitir.  Y es que no hay nada tan contundente como la miseria, el miedo, o la enfermedad, como para desvelar las mentiras del individualismo. No es verdad que la vida es más feliz cuando te autorrealizas solo tú. No es verdad que ser dichoso es realizar tus deseos, porque hay deseos compartidos mucho más interesantes que los tuyos. No es verdad que el dolor arruina la vida: millones de madres lo demuestran cada día.

Por todo esto, se hace necesario una nueva forma de conciencia. Un pensamiento basado, hasta dónde se pueda, en certezas y consensos. Un pensamiento colectivo que respete al individuo y sus anhelos, pero que lo abra también a las necesidades de los demás y a un proyecto colectivo. No sé si de esta pandemia saldremos mejores.  Lo que sí sé es que deberíamos salir aprendidos. Igual que hay ideas que matan, hay ideas que salvan. El Papa Fancisco nos recomienda tres.

  1. Reinventar la fraternidad, pero no como una utopía, en la que nada es aceptable hasta que no consigamos ser todos iguales. Se trata más bien de una nueva forma de relacionarse. Si algo nos ha enseñado la pandemia es que somos vulnerables. Quizá debamos aprender a relacionarnos de fragilidad a fragilidad, de herida a herida, de modo que lo único exigible del otro es la compasión. El buen Papa lo llama la cultura del cuidado:  hacerse cargo del otro y de la naturaleza.
  2. Reflexionar sobre nuestro estilo de vida consumista. En la pandemia hemos vivido con mucho menos y no ha pasado nada. Consumir no es imprescindible. Pero no basta ser más austeros, hay que ser también más solidarios.
  3. Activar la contemplación. Escuchar la naturaleza y el misterio de la vida. Parar el activismo desenfrenado que persigue una zanahoria imaginaria que nunca alcanzará. Quizá, contemplando, volvamos a descubrir a un Dios que, lejos de abandonarnos, nos ha estado esperando, pero no en el espectáculo mediático donde solemos buscar todo, sino en el silencio sufriente de una cruz.

No sé si de esta pandemia saldremos mejores. Creo que, al menos, deberíamos salir avisados: el relativismo es un arma destrucción masiva e inconsciente y solo se para con humildad, introspección y fraternidad.

  1. Francisco Javier Luengo Mesonero, scj.
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