Mi yugo es suave

homilia

Mi yugo es suave

14º DOMINGO ORDIANARIO – A

El Evangelio de este domingo es el mismo que se proclamó en la solemnidad del Sagrado Corazón y que comenté, en parte, en la homilía de hace dos domingos (12º Domingo ordinario). A ese comentario se puede volver si alguien quiere ampliar algo los contenidos de la homilía de hoy.

El Cardenal Parolín, Secretario de Estado del Vaticano, presidió la eucaristía en nuestra casa general de Roma, donde hizo una hermosa homilía. La última parte de esa homilía hace referencia a este evangelio de hoy. Como no tiene desperdicio, me he atrevido a traducirla y añadirla aquí para que la pueda saborear más gente. Todo lo que sigue es obra y mérito del Cardenal Parolín.

“Me gustaría detenerme un poco en el Evangelio, inspirarme en él, siguiendo una premisa importante. Jesús dice: “Todo me fue dado por mi Padre” (Mt 11, 27). Esta premisa realmente nos lleva al fundamento de todo, al corazón de la vida trinitaria. Todo me ha sido dado por el Padre significa que el Padre no ha retenido nada para sí mismo, dando todo al Hijo. Tal vez sea el misterio más insondable de Dios. Para nosotros amar es siempre dar algo: es imposible para nosotros entregarnos completamente. Incluso las más santas de las madres, aunque lo deseen, no podrán dar el 100% de sí misma a su hijo. En Dios, sin embargo, el amor es una donación total; nada se retiene. Esto es lo que afirmamos cada vez que recitamos  la Profesión de Fe con las palabras: “Dios de Dios”, “Luz de la Luz”. En Dios, este amor sin reservas, humanamente imposible, constituye no sólo una cualidad, sino la misma manera de ser, la razón por la que las personas son consustanciales entre sí. Esta fuente del ser, que reside en el Padre, la hemos descubierto en Jesús: su Corazón es el indicador, y por lo tanto es el icono vivo del amor divino. Es por eso que Cristo poco después añade que “nadie conoce al Padre excepto el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo.”

De aquí se sigue la primera y más importante consecuencia para nosotros: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados” (v. 28). ¿Y quién, podrá decir que no está cansado y agobiado? El punto, sin embargo, es otro: si todos estamos cansados y agobiados por la vida, no todos, incluso entre los discípulos a los que Jesús se dirige, van a él. Venid a mí: ¿con qué frecuencia preferimos encerrarnos en nosotros mismos, volver a lamentarnos y dar vueltas sobre los males sufridos y nuestros problemas no resueltos, en lugar de lanzarnos a los brazos del Señor? Si no hacemos esto todos los días, corremos el riesgo de buscar consuelo no en lo que libera, sino en lo que nos oprime: ser subyugados por lo que nos hace mal.

El Señor lo sabe; sabe que en nuestra naturaleza frágil y herida hay una necesidad de anclarnos a algo, pero al mismo tiempo conoce el gran riesgo que existe de que el apoyo que buscamos, nuestras soluciones, sean peores que los problemas que tenemos y en lugar de liberarnos nos esclavicen. Y después de decirnos: “Venid a mí”, nos dirige una segunda exhortación: “Llevad mi yugo sobre vosotros” (v. 29). El diccionario dice que el yugo es la “herramienta utilizada para unir a los bueyes utilizados como bestias de tiro”. ¿Por q ué utilizó Jesús esta imagen, ciertamente no la más cortés en nuestra referencia? Es necesario entender para qué sirve el yugo: no equivocarse al trazar los surcos, para que al final la siembra en ellos dé más frutos.

Ahora bien, ¿cuál es el yugo que nos permite no seguir caminos equivocados y dar fruto en la vida? El del Señor, es decir, la cruz: esa cruz que entroniza el Corazón de Jesús y que no debe ser buscada sino aceptada, “tomada”, como Cristo pide. Es un yugo a primera vista pesado, que sin embargo con Jesús se vuelve dulce y ligero. Y sobre todo fructífero. Es el yugo que tomó Santa Margarita, malinterpretada por sus hermanas y a menudo mal juzgada por los superiores, pero contenta de participar en las humillaciones de Jesús y de ser consolada por su ternura.

Este yugo nos une con él y nos recuerda que en la Iglesia se da fruto no yendo cada uno por nuestro propio camino, sino por estar juntos, “acoplados” como indica la imagen del yugo. No es en nuestras habilidades que encontramos motivaciones convincentes para permanecer unidos, sino en el Señor. Es donándole, como ofrenda de amor, lo que nos sucede de desagradable, como damos fruto y fortalecemos la unidad. Así es como lo imitamos. Es sólo de esta manera que hacemos nuestra la invitación que dirigió a Santa Margarita María: “¡Al menos tú, ámame!””.

Hasta aquí la homilía del Cardenal. No estaría mal el guardar en nuestro corazón la última exhortación: la invitación de Jesús: Tú ámame”. Es la mejor fórmula para superar las diversas pandemias que nos rondan a lo largo de nuestro caminar de fe.

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Gonzalo Arnaiz Alvarez scj
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